Page 116 - Amor en tiempor de Colera
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transcurrido en las galeras de las clases de piano, aunque  ya  de  adulto lo hubiera
                    agradecido. No podía  concebir  a su  esposa sometida  a la  misma condena, a  los
                    veinticinco años y con un carácter como el suyo. Pero lo único que obtuvo de su madre
                    fue que cambiara el piano por el arpa, con el argumento pueril de que era el instrumento
                    de los ángeles. Así fue como trajeron de Viena el arpa magnífica, que parecía de oro y
                    que sonaba como si lo fuera, y que fue una de las reliquias más preciadas del Museo de
                    la Ciudad, hasta que lo consumieron las llamas con todo lo que tenía dentro. Fermina
                    Daza se sometió a esa condena de lujo tratando de impedir el naufragio con un sacrificio
                    final.  Empezó con  un maestro de maestros  que  trajeron  a  propósito de la ciudad de
                    Mompox,  y que  murió de  repente  a los quince días, y siguió por varios años  con  el
                    músico mayor del seminario, cuyo aliento de sepulturero distorsionaba los arpegios.
                          Ella misma estaba sorprendida de su obediencia. Pues aunque no lo admitía en su
                    fuero interno, ni en los pleitos sordos que tenía con su marido en las horas que antes
                    consagraban al amor, se había enredado más pronto de lo que ella creía en la maraña de
                    convenciones  y prejuicios  de su  nuevo mundo.  Al  principio  tenía una frase  ritual  para
                    afirmar su  libertad de criterio: “A  la  mierda abanico  que  es tiempo de  brisa”. Pero
                    después, celosa de sus privilegios bien ganados, temerosa de la vergüenza y el escarnio,
                    se mostraba dispuesta a soportar hasta la humillación, con la esperanza de que Dios se
                    apiadara por fin de doña Blanca, quien no se cansaba de suplicarle en sus oraciones que
                    le mandara la muerte.
                          El doctor Urbino  justificaba su  propia  debilidad con  argumentos de crisis,  sin
                    preguntarse siquiera si no estaban en contra de su iglesia. No admitía que los conflictos
                    con la esposa  tuvieran origen en  el aire enrarecido  de  la  casa,  sino en la naturaleza
                    misma del matrimonio: una invención absurda que sólo podía existir por la gracia infinita
                    de  Dios. Estaba contra toda razón científica que  dos personas  apenas conocidas, sin
                    parentesco alguno entre sí, con caracteres distintos, con culturas distintas, y hasta con
                    sexos distintos, se vieran comprometidas de golpe a vivir juntas, a dormir en la misma
                    cama, a  compartir  dos destinos que tal  vez estuvieran determinados en  sentidos
                    divergentes.  Decía: “El problema del matrimonio  es que se  acaba todas  las noches
                    después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del
                    desayuno”. Peor  aún  el de  ellos, decía, surgido de dos clases  antagónicas, y  en una
                    ciudad que  todavía seguía  soñando con  el  regreso de los virreyes.  La única  argamasa
                    posible era algo tan improbable y  voluble como el amor, si lo había, y en el caso de ellos
                    no lo había cuando se casaron, y el destino no había hecho nada más que enfrentarlos a
                    la realidad cuando estaban a punto de inventarlo.
                          Ese era  el  estado de sus vidas en  la época del arpa. Habían  quedado  atrás  las
                    casualidades deliciosas  de que ella entrara mientras él  se bañaba,  y a pesar  de los
                    pleitos, de las berenjenas venenosas, y a pesar de las hermanas dementes y de la madre
                    que las parió, él tenía todavía bastante amor para pedirle que lo jabonara. Ella empezaba
                    a hacerlo con las migajas de amor que todavía le sobraban de Europa, y ambos se iban
                    dejando traicionar por los recuerdos, ablandándose sin quererlo, queriéndose sin decirlo,
                    y terminaban muriéndose  de amor por el suelo, embadurnados de espumas fragantes,
                    mientras oían a las criadas hablando de ellos en el lavadero: “Si no tienen más hijos es
                    porque no tiran”. De vez en cuando, al regreso de una fiesta loca, la nostalgia agazapada
                    detrás de  la  puerta  los tumbaba de- un zarpazo, y entonces ocurría una  explosión
                    maravillosa en la que todo era otra vez como antes, y por cinco minutos volvían a ser los
                    amantes desbraguetados de la luna de miel.
                          Pero aparte de esas ocasiones raras, uno de los dos estaba siempre más cansado
                    que el otro a la hora de acostarse. Ella se demoraba en el baño enrollando sus cigarrillos
                    de  papel perfumado, fumando  sola,  reincidiendo en sus amores  de  consolación  como
                    cuando era joven y  libre en  su casa, dueña  única de su cuerpo. Siempre  le  dolía la
                    cabeza, o hacía demasiado calor, siempre, o se hacía la dormida, o tenía la regla otra
                    vez, la regla, siempre la regla. Tanto, que el doctor Urbino se había atrevido a decir-en
                    clase, sólo  por  el  alivio de un desahogo sin confesión, que después de diez años  de
                    casadas las mujeres tenían la regla hasta tres veces por semana.

                    116  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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