Page 114 - Amor en tiempor de Colera
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apresuraba a decirle  a la  esposa: “No te preocupes, mi amor, fue culpa  mía”.  Pues  a
                    nada le temía tanto como a las decisiones súbitas y definitivas de su esposa, y estaba
                    convencido de que siempre tenían origen en un sentimiento de culpa. Sin embargo, la
                    confusión por el rechazo de Florentino Ariza no se resolvió con una frase de consuelo.
                    Fermina Daza siguió abriendo el balcón por las mañanas durante varios meses, y siempre
                    echaba de menos el fantasma solitario que la acechaba en el parquecito desierto, veía el
                    árbol que fue suyo, el banco menos visible donde se sentaba a leer pensando en ella, a
                    sufrir por ella, y tenía que volver a cerrar la ventana, suspirando: “Pobre hombre”. Sufrió
                    incluso el  desencanto de que  él no fuera  tan  pertinaz como ella lo había  supuesto,
                    cuando ya era demasiado tarde para remendar el pasado, y no dejó de sentir alguna vez
                    la  ansiedad tardía de  una carta que nunca  llegó. Pero cuando  tuvo que  enfrentar  la
                    decisión de casarse con Juvenal Urbino sucumbió en una crisis mayor, al darse cuenta de
                    que  no tenía razones válidas  para preferirlo después  de haber rechazado sin razones
                    válidas a Florentino Ariza. En realidad, lo quería tan poco como al otro, pero además lo
                    conocía mucho menos, y sus cartas no tenían la fiebre de las cartas del otro, ni le había
                    dado  tantas  pruebas conmovedoras  de su determinación. La  verdad es que las
                    pretensiones de Juvenal Urbino no habían sido nunca planteadas en términos de amor, y
                    era por lo  menos curioso que  un militante católico  como  él  sólo le ofreciera bienes
                    terrenales:  la seguridad, el  orden, la felicidad, cifras inmediatas  que una  vez sumadas
                    podrían  tal vez  parecerse al amor: casi el  amor. Pero no  lo  eran, y estas  dudas
                    aumentaban su confusión, porque tampoco estaba convencida de que el amor fuera en
                    realidad lo que más falta le hacía para vivir.
                          En todo caso, el factor principal contra el doctor Juvenal Urbino era su parecido
                    más que  sospechoso con  el hombre ideal  que Lorenzo  Daza había  deseado con  tanta
                    ansiedad para su hija. Era imposible no verlo como la criatura de una confabulación
                    paterna, aunque en realidad no lo fuera, y Fermina Daza estaba convencida de que lo era
                    desde que lo vio entrar en su casa por segunda vez para una visita médica no solicitada.
                    Las conversaciones con la prima Hildebranda  acabaron de confundirla.  Por su propia
                    situación de víctima, ésta tendía a identificarse con Florentino Ariza, olvidándose incluso
                    de que quizás Lorenzo Daza la había hecho venir para que influyera en favor del doctor
                    Urbino. Dios conocía el esfuerzo que hizo Fermina Daza para no acompañarla cuando la
                    prima fue a conocer a Florentino Ariza en la oficina del telégrafo. También ella hubiera
                    querido verlo otra vez para confrontarlo con sus dudas, hablar con él a solas, conocerlo a
                    fondo  para estar segura de  que  su  decisión  impulsiva no iba a precipitarla a otra más
                    grave, que era capitular en la guerra personal contra su padre. Pero lo hizo, en el minuto
                    crucial de su vida, sin tomar en cuenta para nada la belleza viril del pretendiente, ni su
                    riqueza legendaria, ni su gloria temprana, ni ninguno de sus tantos méritos reales, sino
                    aturdida  por el miedo  de la  oportunidad  que se le iba  y  la inminencia de los veintiún
                    años, que era su límite confidencial para rendirse al destino. Le bastó ese minuto único
                    para asumir la decisión como estaba  previsto en las leyes de Dios y de  los  hombres:
                    hasta la muerte. Entonces se disiparon todas las dudas, y pudo hacer sin remordimientos
                    lo que la razón le indicó como lo más decente: pasó una esponja sin lágrimas por encima
                    del recuerdo de Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba
                    en su memoria dejó que floreciera una pradera de amapolas. Lo único que se permitió
                    fue un suspiro más hondo que de costumbre, el último: “¡Pobre hombre!”.
                          Las dudas  más temibles, sin  embargo, empezaron tan pronto  como  regresó del
                    viaje  de  bodas.  No bien acabaron de abrir  los  baúles, desempacar  los  muebles y
                    desocupar las  once cajas que  trajo para  tomar posesión de  ama  y  señora del  antiguo
                    palacio del Marqués de Casalduero, y ya se había dado cuenta con un vahído mortal que
                    estaba prisionera en la casa equivocada, y peor aún, con el hombre que no era. Necesitó
                    seis años para salir. Los peores de su vida, desesperada por la amargura de doña Blanca,
                    su suegra, y el retraso mental de las cuñadas, que si no habían ido a pudrirse vivas en
                    una celda de clausura era porque ya la llevaban dentro.
                          El doctor Urbino, resignado a rendir los tributos de la estirpe, se hizo sordo a sus
                    súplicas, confiando en que la sabiduría de Dios y la infinita capacidad de adaptación de la
                    esposa habían de poner las cosas en su puesto. Le dolía el deterioro de su madre, cuya
                    114  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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