Page 109 - Amor en tiempor de Colera
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Florentino Ariza se impresionó, no por las con~ dolencias que en realidad merecía,
                    sino por el asombro de que alguien conociera su secreto. Ella se lo aclaró: “Me di cuenta
                    por la manera como le  temblaba  la  flor de la solapa  mientras abrían los sobres”. Le
                    mostró la magnolia de peluche que tenía en la mano, y le abrió el corazón:
                          -Yo por eso me quité la mía -dijo.
                          Estaba a punto de llorar por la derrota, pero Florentino Ariza le cambió el ánimo
                    con su instinto de cazador nocturno.
                          -Vámonos a alguna parte a llorar juntos -le dijo.

                          La acompañó a su casa. Ya en la puerta, y en vista de que era casi medianoche y
                    no había nadie en la calle, la convenció de que lo invitara a un brandy mientras veían los
                    álbumes de recortes y fotografías de más de diez años de acontecimientos públicos, que
                    ella decía tener. El truco era ya viejo desde entonces, pero por esa vez fue involuntario,
                    porque era ella la que había hablado de sus álbumes mientras iban caminando desde el
                    Teatro Nacional. Entraron. Lo primero que observó Florentino Ariza desde la sala fue que
                    la puerta del dormitorio único estaba abierta, y que la cama era vasta y suntuosa, con
                    una colcha de brocados y cabeceras con frondas de bronce. Esa visión lo turbó. Ella debió
                    darse cuenta, pues se adelantó a través de la sala y cerró la puerta del dormitorio. Luego
                    lo invitó a sentarse en un canapé de cretona florida donde había un gato dormido, y le
                    puso en la mesa de centro su colección de álbumes. Florentino Ariza empezó a hojearlos
                    sin  prisa,  pensando más en  sus pasos  siguientes  que en  lo  que estaba viendo, y de
                    pronto alzó la mirada y vio que ella tenía los ojos llenos de lágrimas. Le aconsejó que
                    llorara cuanto quisiera, sin pudor, pues nada aliviaba como el llanto, pero le sugirió que
                    se  aflojara  el corpiño  para llorar.  Él se  apresuró a ayudarla, porque  el  corpiño  estaba
                    ajustado a la fuerza en la espalda con una larga costura de cordones cruzados. No tuvo
                    que  terminar, pues  el corpiño  acabó de soltarse  solo  por la  presión interna, y la
                    tetamenta astronómica respiró a sus anchas.
                          Florentino  Ariza, que  no perdió  nunca el  susto de la  primera  vez, aun en las
                    ocasiones más fáciles, se arriesgó a una caricia epidérmica en el cuello con la yema de
                    los dedos, y ella  se  retorció con  un gemido  de niña  consentida sin dejar de  llorar.
                    Entonces él la besó en el mismo sitio, muy suave, como lo había hecho con los dedos, y
                    no pudo  hacerlo por  segunda vez porque ella se  volvió hacia él con todo su cuerpo
                    monumental, ávido y caliente, y ambos rodaron abrazados por el suelo. El gato despertó
                    en el sofá con un chillido, y les saltó encima. Ellos se buscaron a tientas como primerizos
                    apurados y se encontraron de cualquier modo, revolcándose sobre los álbumes
                    descuadernados,  vestidos, ensopados  de sudor,  y más pendientes  de esquivar  los
                    zarpazos furiosos del gato  que  del de~ sastre de amor  que estaban  cometiendo. Pero
                    desde la noche siguiente, con las heridas todavía sangrantes, continuaron haciéndolo por
                    varios años.
                          Cuando  se dio  cuenta de  que  había empezado a amarla,  ella  estaba  ya en la
                    plenitud de los cuarenta,  y él iba a cumplir  treinta.  Se  llamaba Sara Noriega, y  había
                    tenido un cuarto de hora de celebridad en su juventud, por ganarse un concurso con un
                    libro de versos sobre el amor de los pobres, que nunca fue publicado.  Era maestra de
                    Urbanidad  e Instrucción Cívica  en escuelas oficiales,  y  vivía de su  sueldo en  una  casa
                    alquilada del abigarrado Pasaje de los Novios, en el antiguo barrio de Gets emaní. Había
                    tenido varios amantes de ocasión, pero ninguno con ilusiones matrimoniales, porque era
                    difícil que un hombre de su medio y de su tiempo desposara a una mujer con quien se
                    hubiera acostado. Tampoco ella volvió a alimentar esa ilusión después de que su primer
                    novio formal, al que amó con la pasión casi demente de que era capaz a los dieciocho
                    años, escapó a su compromiso una semana antes de la fecha prevista para la boda, y la
                    dejó perdida en un limbo de novia burlada. O de soltera usada, como se decía entonces.
                    Sin embargo, aquella primera experiencia, aunque cruel y efímera, no le dejó  ninguna
                    amargura, sino la convicción deslumbrante de que con matrimonio o sin él, sin Dios o sin
                    ley, no valía la  pena vivir si no era  para tener un  hombre en  la  cama.  Lo  que  más  le
                    gustaba de ella a Florentino Aríza era que mientras hacía el amor tenía que succionar un

                                                                              Gabriel García Márquez  109
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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