Page 106 - Amor en tiempor de Colera
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Urbino no aceptó ni una taza. Dijo: “El café es veneno”. Y siguió encadenando un tema
                    con otro sin preocuparse siquiera por ser escuchado. Florentino Ariza no podía soportar
                    su distinción  natural, la fluidez  y  precisión de sus  palabras, su  hálito recóndito de
                    alcanfor, su encanto personal, la manera tan fácil y elegante como lograba que hasta las
                    frases más frívolas, sólo porque él las decía, parecieran esenciales. De pronto, el médico
                    cambió de tema de un modo abrupto.
                          -¿Le gusta la música?
                          Lo tomó por sorpresa. En realidad, Florentino Ariza asistía a cuanto concierto  o
                    representación de ópera se daban en la ciudad, pero no se sentía capaz de sostener una
                    conversación crítica  o bien  informada.  Tenía  la sangre  dulce para  la  música de moda,
                    sobre todo los  valses sentimentales, cuya  afinidad con los que él  mismo hacía de
                    adolescente, o con sus versos secretos, no era posible negar. Le bastaba con oírlos una
                    vez de pasada, para que luego no hubiera poder de Dios que le sacara de la cabeza el
                    hilo de la melodía durante noches enteras. Pero esa no sería una respuesta seria para
                    una pregunta tan seria de un especialista.
                          -Me gusta Gardel -dijo.
                          El doctor Urbino lo entendió. “Ya veo -dijo-. Está de moda.” Y se escabulló por el
                    recuento de sus nuevos y numerosos proyectos, que había de realizar como siempre sin
                    subsidio oficial. Le hizo notar la inferioridad descorazonadora de los espectáculos que era
                    posible  traer  ahora y  los espléndidos  del  siglo anterior. Así era: tenía un año de estar
                    vendiendo abonos para traer el trío Cortot-CasalsThibaud al Teatro de la Comedia, y no
                    había nadie en el gobierno que supiera quiénes eran, mientras aquel mismo mes estaban
                    agotadas las localidades para  la compañía de dramas  policiales  Ramón Caralt,  para  la
                    Compañía de Operetas  y Zarzuelas de  don  Manolo de  la Presa,  para  Los  Santanelas,
                    inefables transformistas mímico-fantásticos que se cambiaban de ropa en pleno escenario
                    en el instante de un relámpago fosforescente, para Danyse D'Altaine, que se anunciaba
                    como antigua bailarina del Folies Bergére,  y  hasta  para el  abominable Ursus,  un
                    energúmeno  vasco  que peleaba  cuerpo  a  cuerpo  con un toro  de lidia. No era  para
                    quejarse,  sin embargo, si los  mismos  europeos estaban  dando una  vez más el mal
                    ejemplo de una guerra bárbara, cuando nosotros empezábamos a vivir en paz después
                    de nueve guerras civiles en medio siglo, que bien contadas podían ser una sola: siempre
                    la misma.  Lo que más  le llamó la atención  a  Florentino  Ariza  de aquel discurso
                    cautivador, fue la posibilidad  de revivir  los Juegos Florales,  la más  resonante y
                    perdurable de las iniciativas que el doctor Juvenal Urbino había concebido en el pasado.
                    Tuvo que morderse la lengua para no contarle que él había sido un participante asiduo de
                    aquel concurso anual que llegó a interesar a poetas de grandes nombres, no sólo en el
                    resto del país sino también en otros del Caribe.
                          Apenas empezada la conversación, el vapor caliente del aire se enfrió de pronto, y
                    una tormenta de vientos cruzados sacudió puertas y ventanas con fuertes estampidos, y
                    la oficina crujió hasta los cimientos como un velero al garete. El doctor Juvenal Urbino no
                    pareció advertirlo. Hizo alguna referencia casual a los ciclones lunáticos de junio, y de
                    pronto,  sin que viniera a cuento, habló  de  su esposa.  No sólo  la  tenía  como su
                    colaboradora más entusiasta, sino como el alma misma de sus iniciativas. Dijo: “Yo no
                    sería  nadie sin ella”. Florentino  Ariza lo  escuchó impasible, aprobándolo todo  con  un
                    movimiento leve de la cabeza, sin atreverse a decir nada por miedo de que lo traicionara
                    la voz. Sin embargo, dos o tres frases más le bastaron para comprender que al doctor
                    Juvenal Urbino, en medio de tantos compromisos absorbentes, todavía le sobraba tiempo
                    para adorar  a su  esposa  casi  tanto como él, y esa  verdad lo aturdió.  Pero no  pudo
                    reaccionar  como  hubiera querido, porque  el corazón  le  hizo entonces una de  esas
                    trastadas de putas que sólo se le ocurren al corazón: le reveló que él y aquel hombre que
                    había tenido siempre como el enemigo personal, eran víctimas de un mismo destino y
                    compartían el azar de una pasión común: dos animales de yunta uncidos al mismo yugo.
                    Por primera vez en los veintisiete años interminables que llevaba esperando, Florentino
                    Ariza no pudo resistir la punzada de dolor de que aquel hombre admirable tuviera que
                    morirse para que él fuera feliz.
                    106  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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