Page 102 - Amor en tiempor de Colera
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Florentino Ariza se acordó de una frase que le oyó de niño al médico de la familia,
                    su padrino, a propósito de su estreñimiento crónico: “El mundo está dividido entre los
                    que cagan bien y los que cagan mal”. Sobre ese dogma, el médico había elaborado toda
                    una  teoría  del  carácter, que consideraba más certera que  la astrología. Pero con las
                    lecciones de los años, Florentino Ariza la planteó de otro modo: “El mundo está dividido
                    entre los que tiran y los que no tiran”. Desconfiaba de estos últimos: cuando se salían del
                    carril, era para ellos algo  tan insólito,  que alardeaban del amor  como  si acabaran  de
                    inventarlo. Los que lo hacían a menudo, en cambio, vivían sólo para eso. Se sentían tan
                    bien que se portaban como  sepulcros sellados, porque sabían que de la discreción
                    dependía su vida. NO hablaban jamás de sus proezas, no se confiaban a nadie, se hacían
                    los distraídos hasta el punto de que ganaban fama de impotentes, de frígidos, y sobre
                    todo de maricas tímidos, como era el caso de Florentino Ariza. Pero se complacían con el
                    equivoco, porque  también el  equívoco  los protegía.  Eran una logia  hermética, cuyos
                    socios se reconocían entre sí en el mundo entero, sin necesidad de un idioma común. De
                    ahí que Florentino Ariza no se sorprendiera de la respuesta de la muchacha: era una de
                    los suyos, y por tanto sabía que él sabía que ella sabía.
                          Fue el error de su vida, tal como su conciencia iba a recordárselo a cada hora de
                    cada día, hasta el último día. Lo que ella quería suplicarle no era amor, y menos amor
                    pagado, sino un empleo de lo que fuera, como fuera  y con  el sueldo que fuera, en la
                    Compañía  Fluvial del Caribe. Florentino Ariza se sintió tan  avergonzado de  su propia
                    conducta que la llevó con el jefe de personal, y éste le dio un puesto de ínfima categoría
                    en la sección general, que  ella  desempeñó  con  seriedad, modestia  y consagración
                    durante tres años.

                          Las oficinas de la C.F.C. estaban desde su fundación frente al muelle fluvial, sin
                    nada en común con el puerto de los transatlánticos en el lado opuesto de la bahía, ni con
                    el  atracadero  del  mercado en  la  bahía de Las Ánimas.  Era un edificio de  madera  con
                    techo de cinc de dos aguas, un  solo  balcón largo  con pilares en  la fachada, y varias
                    ventanas  con  mallas de  alambre  en  los cuatro  costados, desde las cuales  se  veían
                    completos los buques  en  el  muelle como cuadros  colgados en la  pared. Cuando lo
                    construyeron los precursores alemanes, pintaron de rojo el cinc de los techos y de blanco
                    brillante  los  tabiques de madera, de  modo  que el mismo  edificio tenía  algo de  buque
                    fluvial. Después lo pintaron todo de azul, y por los tiempos en que Florentino Ariza entró
                    a  trabajar  en la  empresa  era un galpón polvoriento sin color definido,  y en  los techos
                    oxidados había parches de láminas nuevas sobre las  láminas  originales.  Detrás del
                    edificio, en un patio  de caliche cercado con alambre de gallinero,  había dos bodegas
                    grandes de construcción  más reciente, y  al fondo había  un caño cerrado, sucio  y
                    maloliente, donde se pudrían los desechos de medio siglo de navegación fluvial:
                    escombros de buques históricos, desde los primitivos de una sola chimenea, inaugurados
                    por Simón Bolívar, hasta algunos tan recientes que ya tenían ventiladores eléctricos en
                    los camarotes. La mayoría de ellos habían sido desmantelados para utilizar los materiales
                    en  otros  buques, pero  muchos  estaban en tan buen  estado que parecía posible darles
                    una  mano de pintura y  echarlos a navegar,  sin  espantar  las  iguanas ni desmontar las
                    frondas de grandes flores amarillas que los hacían más nostálgicos.
                          En la planta alta del edificio estaba la sección administrativa, en oficinas pequeñas
                    pero cómodas y bien dotadas, como los camarotes de los buques, pues no habían sido
                    hechas por arquitectos civiles sino por ingenieros navales. Al final del corredor, como un
                    empleado  más, despachaba el tío León XII  en  una oficina igual a  todas, con la única
                    diferencia de que él encontraba por las mañanas en su escritorio un florero de vidrio con
                    cualquier clase de flores de buen olor. En la planta baja estaba la sección de pasajeros,
                    con una sala de espera de bancas rústicas y un mostrador para el expendio de tiquetes y
                    el manejo de los equipajes. Al final de todo estaba la confusa sección general, cuyo solo
                    nombre daba una idea de la vaguedad de sus atributos, y adonde iban a morir de mala
                    muerte los problemas que se quedaban sin resolver en el resto de la empresa. Allí estaba
                    Leona Cassiani, perdida detrás de una mesita escolar entre un montón de bultos de maíz
                    arrumados y papeles sin solución, el día en que el tío León XII en persona fue a ver qué
                    diablos se le ocurría para que la sección general sirviera de algo. Al cabo de tres horas de
                    102  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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