Page 97 - Amor en tiempor de Colera
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también el que correspondía mejor al rigor trapense de Florentino Ariza. Los muros eran
lisos y ásperos, de cal viva, y no tenía más muebles que una cama de presidiario, una
mesita de noche con una vela en el pico de una botella, un ropero antiguo y un
aguamanil con su platón y su jofaina.
Los trabajos duraron casi tres años, y coincidieron con un restablecimiento
momentáneo de la ciudad, debido al auge de la navegación fluvial y el comercio de paso,
los mismos factores que habían sustentado su grandeza durante la Colonia y la
convirtieron durante más de dos siglos en la puerta de América. Pero también fue esa la
época en que Tránsito Ariza manifestó los primeros síntomas de su enfermedad sin
remedio. Sus clientas de siempre venían cada vez más viejas a la mercería, más pálidas
y escurridizas, y ella no las reconocía después de haberlas tratado durante media vida, o
confundía los asuntos de unas con los de otras. Lo cual era muy grave en negocios como
el suyo, en los que no se firmaban papeles para proteger la honra, la propia y la ajena, y
la palabra de honor se daba y se aceptaba como garantía suficiente. Al principio pareció
que se estaba quedando sorda, pero pronto fue evidente que era la memoria la que se le
escurría por las goteras. De modo que liquidó el negocio de empeño, y con el tesoro de
las múcuras alcanzó para terminar y amueblar la casa, y aún quedaron sobrando muchas
de las joyas antiguas más preciadas de la ciudad, cuyos dueños no tuvieron recursos
para rescatarlas.
Florentino Ariza tenía que atender entonces a demasiados compromisos al mismo
tiempo, pero nunca le flaquearon los ánimos para acrecentar sus negocios de cazador
furtivo. Después de la experiencia errática con la viuda de Nazaret, que le abrió el
camino de los amores callejeros, siguió cazando las pajaritas huérfanas de la noche
durante varios años, todavía con la ilusión de encontrar un alivio para el dolor de
Fermina Daza. Pero después ya no pudo decir si su costumbre de fornicar sin esperanzas
era una necesidad de la conciencia o un simple vicio del cuerpo. Iba cada vez menos al
hotel de paso, no sólo porque sus intereses andaban por otros rumbos, sino porque no le
gustaba que lo vieran allí en andanzas distintas de las muy domésticas y castas que ya le
conocían. Sin embargo, en tres casos de apuro apeló al recurso fácil de una época que él
no había vivido: disfrazaba de hombres a las amigas temerosas de ser reconocidas, y
entraban juntos en el hotel con ínfulas de parranderos trasnochados. No faltó quien se
diera cuenta por lo menos en dos ocasiones de que él y el acompañante supuesto no iban
a la cantina sino al cuarto, y la reputación ya bastante quebrantada de Florentino Ariza
sufrió el golpe de gracia. Por último dejó de ir, y las muy pocas veces en que lo hizo no
era para ponerse al día en los retrasos, sino todo lo contrario: buscando un refugio para
reponerse de los excesos.
No era para menos. No bien abandonaba la oficina, hacia las cinco de la tarde, y
ya andaba en sus volaterías de gavilán pollero. Al principio se conformaba con lo que le
deparaba la noche. Levantaba sirvientas en los parques, negras en el mercado, cachacas
en las playas, gringas en los barcos de Nueva Orleans. Las llevaba a las escolleras donde
media ciudad hacía lo mismo desde la puesta del sol, las llevaba adonde podía, y a veces
hasta donde no podía, pues no fueron pocas las ocasiones en que tuvo que meterse de
prisa en un zaguán oscuro y hacer lo que se pudiera de cualquier modo detrás del
portón.
La torre del faro fue siempre un refugio afortunado que él evocaba con nostalgia
cuando ya tenía todo resuelto en los albores de la vejez, porque era un sitio bueno para
ser feliz, sobre todo de noche, y pensaba que algo de sus amores de aquella época les
llegaba a los navegantes en cada vuelta de los destellos. De modo que siguió yendo allí,
más que a cualquier otra parte, mientras su amigo el farero lo recibió encantado, con
una cara de bobo que era la mejor prenda de discreción para las pajaritas asustadas.
Había una casa abajo, junto al estruendo de las olas desbaratándose contra los cantiles,
donde el amor era más intenso porque tenía algo de naufragio. Pero Florentino Ariza
prefería la torre de la luz después de la prima noche, porque se divisaba la ciudad entera
y el reguero de luces de los pescadores del mar, y aun de las ciénagas distantes.
Gabriel García Márquez 97
El amor en los tiempos del cólera