Page 95 - Amor en tiempor de Colera
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retratos se parecía a él, ni concordaba con sus recuerdos, ni con la imagen que pintaba
su madre, transfigurada por el amor, ni con la que despintaba el tío León XII con su
graciosa crueldad. Sin embargo, Florentino Ariza descubrió ese parecido muchos años
después, mientras se peinaba frente al espejo, y sólo entonces había comprendido que
un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre.
No lo recordaba en la Calle de las Ventanas. Creía saber que en un tiempo durmió
allí, muy al principio de sus amores con Tránsito Ariza, pero que no volvió a visitarla
después de su nacimiento. La partida de bautismo fue durante muchos años nuestro
único instrumento válido de identificación, y la de Florentino Ariza, asentada en la
parroquia de Santo Toribio, sólo decía que era hijo natural de otra hija natural soltera
que se llamaba Tránsito Ariza. No aparecía en ella el nombre del padre, que sin embargo
atendió en secreto a las necesidades del hijo hasta el último día. Esta condición social le
cerró a Florentino Ariza las puertas del seminario, pero también escapó al servicio militar
en la época más sangrienta de nuestras guerras, por ser el hijo único de una soltera.
Todos los viernes después de la escuela se sentaba frente a las oficinas de la
Compañía Fluvial del Caribe, repasando un libro de láminas de animales tantas veces
repasado que se caía a pedazos. El padre entraba sin mirarlo, vestido con las levitas de
paño que Tránsito Ariza debía adaptar después para él, y con una cara idéntica a la del
San Juan Evangelista de los altares. Cuando salía, después de muchas horas y cuidando
de que no lo viera ni su cochero, le daba la plata para los gastos de una semana. No
hablaban, no sólo porque el padre no lo intentaba, sino porque él le tenía terror. Un día,
después de esperar mucho más que de costumbre, el padre le dio las monedas,
diciéndole:
-Tome y no vuelva más.
Fue la última vez que lo vio. Pero con el tiempo había de saber que el tío León XII,
que era como diez años menor, siguió llevándole la plata a Tránsito Ariza, y fue quien se
ocupó de ella cuando Pío Quinto murió de un cólico mal atendido, sin dejar nada escrito,
y sin tiempo para tomar ninguna providencia en favor del hijo único: un hijo de la calle.
El drama de Florentino Ariza mientras fue calígrafo de la Compañía Fluvial del
Caribe, era que no podía eludir su lirismo porque no dejaba de pensar en Fermina Daza,
y nunca aprendió a escribir sin pensar en ella. Después, cuando lo pasaron a otros
cargos, le sobraba tanto amor por dentro que no sabía qué hacer con él, y se lo regalaba
a los enamorados implumes escribiendo para ellos cartas de amor gratuitas en el Portal
de los Escribanos. Para allá se iba después del trabajo. Se quitaba la levita con sus
ademanes parsimoniosos y la colgaba en el espaldar de la silla, se ponía las medias
mangas para no ensuciar las de la camisa, se desabotonaba el chaleco para pensar
mejor, y a veces hasta muy tarde en la noche reanimaba a los desvalidos con unas
cartas enloquecedoras. De vez en cuando encontraba una pobre mujer que tenía un
problema con un hijo, un veterano de guerra que insistía en reclamar el pago de su
pensión, alguien a quien le habían robado algo y quería quejarse ante el gobierno, pero
por más que se esmeraba no podía complacerlos, porque con lo único que lograba
convencer a alguien era con cartas de amor. Ni siquiera les hacía preguntas a los clientes
nuevos, pues le bastaba con verles el blanco del ojo para hacerse cargo de su estado, y
escribía folio tras folio de amores desaforados, mediante la fórmula infalible de escribir
pensando siempre en Fermina Daza, y nada más que en ella. Al cabo del primer mes
tuvo que establecer un orden de reservaciones anticipadas, para que no lo desbordaran
las ansias de los enamorados.
Su recuerdo más grato de aquella época fue el de una muchachita muy tímida,
casi una niña, que le pidió temblando escribirle una respuesta para una carta irresistible
que acababa de recibir, y que Florentino Ariza reconoció como escrita por él la tarde
anterior. La contestó con un estilo distinto, acorde con la emoción y la edad de la niña, y
con una letra que también pareciera de ella, pues sabía fingir una escritura para cada
ocasión según el carácter de cada quien. La escribió imaginándose lo que Fermina Daza
le hubiera contestado a él si lo quisiera tanto como aquella criatura desamparada quería
Gabriel García Márquez 95
El amor en los tiempos del cólera