Page 91 - Amor en tiempor de Colera
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ciencia. Trajo una suscripción de Le Figaro, para no perder el hilo de la realidad, y otra
                    de la Revue des Deux Mondes para no perder el hilo de la poesía. Había hecho además
                    un acuerdo con su librero de París para recibir las novedades de  los  escritores más
                    leídos, entre ellos Anatole France y Pierre Loti, y de los que más le gustaban, entre ellos
                    Remy de  Gourmont  y Paul Bourget, pero  en ningún caso  Émile Zola, que le parecía
                    insoportable, a pesar de su valiente irrupción en el juicio de Dreyfus. El mismo librero se
                    comprometió  a mandarle  por  correo las novedades más seductoras del catálogo  de
                    Ricordi, sobre todo de música de  cámara, para mantener el título bien ganado por su
                    padre de primer promotor de conciertos en la ciudad.
                          Fermina Daza, siempre contraria a los rigores de la moda, trajo seis baúles con
                    ropas de tiempos diversos, pues no la convencieron las grandes marcas. Había estado en
                    las Tullerías,  en pleno  invierno, para el lanzamiento de la  colección de  Worth, el
                    ineludible  tirano de la alta  costura, y lo único que consiguió fue una bronquitis  que la
                    tumbó cinco días en la cama. Laferriére le pareció menos pretencioso y voraz, pero su
                    decisión sabia fue arrasar con lo que más le gustaba en las tiendas de saldos, a pesar de
                    que el esposo juraba aterrado que eran ropas de muertos. Así mismo, trajo cantidades
                    de zapatos italianos sin marca, que prefirió a los renombrados y extravagantes de Ferry,
                    y trajo una sombrilla de Dupuy, roja como los fuegos del infierno, que dio mucho de qué
                    escribir a nuestros asustadizos cronistas sociales. Sólo compró un sombrero de Madame
                    Reboux, pero  en cambio  llenó un baúl de racimos  de  cerezas  artificiales, ramilletes de
                    cuantas  flores de  fieltro le fue  posible  encontrar, ramazones de plumas de avestruz~
                    morriones  de pavorreales, colas  de  gallos  asiáticos, faisanes enteros,  colibríes,  y una
                    variedad innumerable de pájaros exóticos disecados en pleno vuelo, en pleno grito, en
                    plena agonía: todo cuanto había servido en los últimos veinte años para que los mismos
                    sombreros parecieran otros. Trajo una colección  de abanicos  de diversos  países del
                    mundo, y uno distinto y  apropiado para  cada  ocasión.  Trajo una esencia  perturbadora
                    escogida entre muchas en la perfumería del Bazar de la Charité, antes de que los vientos
                    de primavera arrasaran con sus cenizas, pero la usó una sola vez, porque se desconoció
                    a sí misma con el perfume cambiado. Trajo también un estuche de cosméticos que era la
                    última novedad en el mercado de la seducción, y fue la primera mujer que lo llevó a las
                    fiestas, cuando el acto simple de retocarse en público se consideraba indecente.
                          Llevaban, además, tres recuerdos imborrables: el estreno sin precedentes de Los
                    Cuentos de Hoffmann,  en  París, el incendio pavoroso  de casi  todas  las góndolas de
                    Venecia  frente a  la Plaza de  San Marcos, que  ellos  habían presenciado con el  corazón
                    dolorido  desde la ventana  de  su hotel, y  la  visión fugaz de Oscar Wilde  en la primera
                    nevada  de enero.  Pero en medio  de esos y tantos  otros  recuerdos, el doctor Juvenal
                    Urbino conservaba uno que siempre lamentó no compartir con su esposa, pues venía de
                    sus tiempos  de estudiante soltero en  París. Era  el recuerdo  de Victor  Hugo, quien
                    disfrutaba aquí de una celebridad conmovedora al margen de sus libros, porque alguien
                    dijo que había dicho, sin que nadie lo hubiera oído en realidad, que nuestra Constitución
                    no era para un país de hombres sino de ángeles. Desde entonces se le rindió un culto
                    especial, y la mayoría de los numerosos compatriotas que viajaban a Francia se desvivían
                    por  verlo.  Una media docena de  estudiantes,  entre ellos  Juvenal Urbino, montaron
                    guardia por un tiempo frente a su residencia de la avenida Eyleau, y en los cafés donde
                    se decía que iba a llegar sin falta y nunca llegó, y por último habían solicitado por escrito
                    una audiencia privada, en nombre de los ángeles de la Constitución de Rionegro. Nunca
                    recibieron respuesta. Un día cualquiera, Juvenal  Urbino  pasó  por  casualidad frente  al
                    Jardín del Luxemburgo y lo vio salir del Senado con una mujer joven que lo llevaba del
                    brazo.  Lo vio muy viejo, moviéndose  a  duras  penas, con  la  barba  y el cabello  menos
                    radiantes que  en sus retratos,  y  dentro  de un abrigo  que parecía  de  alguien  más
                    corpulento. No quiso estropear el recuerdo con un saludo impertinente: le bastaba con
                    esa visión casi irreal que había de alcanzarle para toda la vida. Cuando volvió casado a
                    París, en condiciones de verlo de un modo más formal, ya Victor Hugo había muerto.
                          Como consuelo, Juvenal y Fermina llevaban el recuerdo compartido de una tarde
                    de nieves en que los intrigó un grupo que desafiaba la tormenta frente a una pequeña
                    librería del bulevar de los Capuchinos, y era que Oscar Wilde estaba dentro. Cuando por
                                                                              Gabriel García Márquez  91
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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