Page 89 - Amor en tiempor de Colera
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camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: “Yo
lo sé hacer sola”. Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor
Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su
cuerpo en las tinieblas.
Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta,
pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él
acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde,
mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la
soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y
le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le
hubiera tocado un nervio vivo.
Se alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor abrasante que la
estremeció hasta las raíces del cráneo. “Calma -le dijo él, muy calmado-. No se te olvide
que las conozco.” La sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en las tinieblas.
-Lo recuerdo muy bien -dijo-, y todavía no se me pasa la rabia.
Entonces él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a
coger la mano grande y mullida, y se la cubrió de besitos huérfanos, primero el
metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico
de su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el
pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le dijo: “Es un escapulario”. Ella
le acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos
para arrancarlo de raíz. “Más fuerte”, dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo
lastimaba, y después fue su mano la que buscó la mano de él perdida en las tinieblas.
Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue llevando
la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta
que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero
ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella
misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que
se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de
reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado,
conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su
determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad
minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido con las caricias.
Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella
lo soltó con una gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.
-Nunca he podido entender cómo es ese aparato -dijo.
Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la
mano por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de
alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la
luz encendida. iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: “Yo veo mejor con
las manos”. En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie
se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la
sábana, bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de
su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba
a parecer más que científico, y dijo en conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo
que lo de las mujeres”. Él estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves
que la fealdad. Dijo: “Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él,
sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la
gana”. Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía
aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para
probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de
menosprecio.
-Además, creo que le sobran demasiadas cosas-dijo.
Gabriel García Márquez 89
El amor en los tiempos del cólera