Page 88 - Amor en tiempor de Colera
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sonrisa de burla de la victoria, pero que en realidad era un pobre recurso para disimular
su terror de virgen recién casada.
Por fortuna, las circunstancias imprevistas, junto con la comprensión del marido,
resolvieron sus tres primeras noches sin dolor. Fue providencial. El barco de la
Compagnie Générale Transatlantique, con el itinerario trastornado por el mal tiempo del
Caribe, anunció con sólo tres días de anticipación que adelantaba la salida en veinticuatro
horas, de modo que no zarparía para La Rochelle al día siguiente de la boda, como
estaba previsto desde hacía seis meses, sino la misma noche. Nadie creyó que aquel
cambio no fuera una más de las tantas sorpresas elegantes de la boda, pues la fiesta
terminó después de la medianoche a bordo del transatlántico iluminado, con una
orquesta de Viena que estrenaba en aquel viaje los valses más recientes de Johann
Strauss. De modo que los varios padrinos ensopados en champaña fueron arrastrados a
tierra por sus esposas atribuladas, cuando ya andaban preguntando a los camareros si
no habría camarotes disponibles para seguir la parranda hasta París. Los últimos que
desembarcaron vieron a Lorenzo Daza frente a las cantinas del puerto, sentado en el
suelo en plena calle y con el traje de etiqueta en piltrafas. Lloraba a grito pelado, como
lloran los árabes a sus muertos, sentado sobre un reguero de aguas podridas que bien
pudo haber sido un charco de lágrimas.
Ni en la primera noche de mala mar, ni en las siguientes de navegación apacible,
ni nunca en su muy larga vida matrimonial ocurrieron los actos de barbarie que temía
Fermina Daza. La primera, a pesar del tamaño del barco y los lujos del camarote, fue una
repetición horrible de la goleta de Riohacha, y su marido fue un médico servicial que no
durmió un instante para consolarla, que era lo único que un médico demasiado eminente
sabía hacer contra el mareo. Pero la borrasca amainó al tercer día, después del puerto de
la Guayra, y ya para entonces habían estado juntos tanto tiempo y habían hablado tanto
que se sentían amigos antiguos. La cuarta noche, cuando ambos reanudaron sus hábitos
ordinarios, el doctor Juvenal Urbino se sorprendió de que su joven esposa no rezara
antes de dormir. Ella le fue sincera: la doblez de las monjas le había provocado una
resistencia contra los ritos, pero su fe estaba intacta, y había aprendido a mantenerla en
silencio. Dijo: “Prefiero entenderme directo con Dios”. Él comprendió sus razones, y
desde entonces cada cual practicó la misma religión a su manera. Habían tenido un
noviazgo breve, pero bastante informal para la época, pues el doctor Urbino la visitaba
en su casa, sin vigilancia, todos los días al atardecer. Ella no hubiera permitido que él le
tocara ni la yema de los dedos antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había
intentado. Fue en la primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos,
cuando él inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le pareció
natural la sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño,
pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camisón embutió trapos
en las rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Mientras lo
hacía, dijo de buen humor:
--Quéquieres, doctor. Es la primera vez que duermo con un desconocido.
El doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado,
tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin
tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un
susurro empezó a contarle sus recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra
vez, porque al volver a la cama se dio cuenta de que él se había desnudado por completo
mientras ella estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso
siguiente demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio,
mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló
de París, del amor en París, de los enamorados de París que se besaban en la calle, en el
ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al aliento de fuego y los
acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin que
nadie los molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con
la yema de los dedos, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y
cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el
88 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera