Page 92 - Amor en tiempor de Colera
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fin salió, elegante de veras, pero tal vez demasiado consciente de serlo, el grupo lo rodeó
para pedirle firmas en sus libros. El doctor Urbino se había detenido sólo para verlo, pero
su impulsiva esposa quiso atravesar el bulevar para que le firmara lo único que le pareció
apropiado a falta de un libro: su hermoso guante de gacela, largo, liso, suave, y del
mismo color de su piel de recién casada. Estaba segura de que un hombre tan refinado
iba a apreciar aquel gesto. Pero el marido se opuso con firmeza, y cuando ella trató de
hacerlo a pesar de sus razones, él no se sintió capaz de sobrevivir a la vergüenza.
-Si tú atraviesas esa calle -le dijo-, cuando regreses aquí me encontrarás muerto.
Era algo natural en ella. Antes de un año de casada se movía por el mundo con la
misma soltura con que lo hacía desde niña en el moridero de San Juan de la Ciénaga,
como si hubiera nacido sabiéndolo, y tenía una facilidad de trato con los desconocidos
que dejaba perplejo al marido, y un talento misterioso para entenderse en castellano con
quien fuera y en cualquier parte. “Los idiomas hay que saberlos cuando uno va a vender
algo -decía con risas de burla---. Pero cuando uno va a comprar, todo el mundo le
entiende como sea.” Era difícil imaginar a alguien que hubiera asimilado tan rápido y con
tanto alborozo la vida cotidiana de París, que aprendió a querer en el recuerdo a pesar de
sus lluvias eternas. Sin embargo, cuando regresó a casa abrumada por tantas
experiencias juntas, cansada de viajar y medio adormecida por el embarazo, lo primero
que le preguntaron en el puerto fue cómo le habían parecido las maravillas de Europa, y
ella resolvió dieciséis meses de dicha con cuatro palabras de su jerga caribe:
-Más es la bulla.
El día que Florentino Ariza vio a Fermina Daza en el atrio de la catedral encinta de
seis meses y con pleno dominio de su nueva condición de mujer de mundo, tomó la
determinación feroz de ganar nombre y fortuna para merecerla. Ni siquiera se puso a
pensar en el inconveniente de que fuera casada, porque al mismo tiempo decidió, como
si dependiera de él, que el doctor Juvenal Urbino tenía que morir. No sabía ni cuándo ni
cómo, pero se lo planteó como un acontecimiento ineluctable, que estaba resuelto a
esperar sin prisas ni arrebatos, así fuera hasta el fin de los siglos.
Empezó por el principio. Se presentó sin anuncio en la oficina del tío León XII,
presidente de la junta Directiva y Director General de la Compañía Fluvial del Caribe, y le
manifestó la disposición de someterse a sus designios. El tío estaba resentido con él por
la manera como malbarató el buen empleo de telegrafista en la Villa de Leyva, pero se
dejó llevar por su convicción de que los seres humanos no nacen para siempre el día en
que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a
parirse a sí mismos. Además, la viuda del hermano había muerto el año anterior, con los
rencores en carne viva pero sin dejar herederos. Así que le dio el empleo al sobrino
errante.
Era una decisión típica de don León XII Loayza. Dentro del cascarón de traficante
sin alma, llevaba escondido un lunático genial, que lo mismo hacía brotar un manantial
de limonada en el desierto de la Guajira, que inundaba de llanto un funeral de cruz alta
con su canto desgarrador de In questa tomba oscura. Con su cabeza rizada y sus belfos
de fauno no le faltaban sino la lira y la corona de laureles para ser idéntico al Nerón
incendiario de la mitología cristiana. Las horas que le quedaban libres entre la
administración de sus buques decrépitos, todavía a flote por pura distracción de la
fatalidad, y los problemas cada día más críticos de la navegación fluvial, las consagraba a
enriquecer su repertorio lírico. Nada le gustaba más que cantar en los entierros. Tenía
una voz de galeote, sin ningún orden académico, pero capaz de registros impresionantes.
Alguien le había contado que Enrico Caruso podía romper un florero en pedazos con el
solo poder de su voz, y durante años estuvo tratando de imitarlo hasta con los vidrios de
las ventanas. Sus amigos traían los floreros más tenues que encontraban en sus viajes
por el mundo, y organizaban fiestas especiales para que él lograra por fin la culminación
de su sueño. Nunca lo consiguió. Sin embargo, en el fondo de su trueno había una
lucecita de ternura que agrietaba el corazón de sus oyentes como a las ánforas de cristal
del gran Caruso, y era esto lo que lo hacía tan venerable en los entierros. Salvo en uno,
92 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera