Page 94 - Amor en tiempor de Colera
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Cumplió la amenaza de mandarlo a recoger la basura en el muelle, pero le dio su
palabra de que lo subiría paso a paso por la escalera del buen servicio hasta que
encontrara su lugar. Así fue. Ninguna clase de trabajo logró derrotarlo, por duro o
humillante que fuera, ni lo desmoralizó la miseria del sueldo, ni perdió un instante su
impavidez esencial ante las insolencias de sus superiores. Pero tampoco fue inocente:
todo el que se atravesó en su camino sufrió las consecuencias de una determinación
arrasadora, capaz de cualquier cosa, detrás de una apariencia desvalida. Tal como el tío
León XII lo había previsto y deseado para que no se le quedara sin conocer ningún
secreto de la empresa, pasó por todos los cargos en treinta años de consagración y
tenacidad a toda prueba. Los desempeñó todos con una capacidad admirable, estudiando
cada hilo de aquella urdimbre misteriosa que tanto tenía que ver con los oficios de la
poesía, pero sin lograr la medalla de guerra más anhelada por él, que era escribir una
carta comercial aceptable: una sola. Sin proponérselo, sin saberlo siquiera, demostró con
su vida la razón de su padre, quien repitió hasta el último aliento que no había nadie con
más sentido práctico, ni picapedreros más empecinados ni gerentes más lúcidos y
peligrosos que los poetas. Eso, al menos, fue lo que le contó el tío León XII, que solía
hablarle de su padre durante los ocios del corazón, y que le dio de él una idea más
parecida a la de un soñador que a la de un hombre de empresa.
Le contó que Pío Quinto Loayza le daba a las oficinas un uso más placentero que el
de trabajar, y se las arregló siempre para salir de la casa los domingos, con el pretexto
de que tenía que recibir o despachar un buque. Más aún: había hecho instalar en el patio
de las bodegas una caldera inservible, con una sirena de vapor que alguien hacía sonar
con claves de navegación, por si su esposa estaba pendiente. Haciendo cuentas, el tío
León XII estaba seguro de que Florentino Ariza había sido concebido sobre el escritorio
de alguna oficina mal cerrada en una tarde de bochorno dominical, mientras la esposa de
su padre oía en su casa los adioses de un buque que nunca se fue. Cuando ella lo
descubrió ya era tarde para cobrarle la infamia, porque el marido había muerto. Le
sobrevivió muchos años, destruida por la amargura de no tener un hijo, y pidiéndole a
Dios en sus oraciones la maldición eterna para el bastardo.
La imagen del padre conturbaba a Florentino Ariza. Su madre le hablaba de él
como de un gran hombre sin vocación comercial, que terminó en los negocios del río
porque su hermano mayor había sido un colaborador muy cercano del comodoro alemán
Juan B. Elbers, precursor de la navegación fluvial. Eran hijos naturales de una misma
madre, cocinera de oficio, que los había tenido con hombres distintos, y todos llevaban el
apellido de ella detrás del nombre de un Papa escogido al azar en el santoral, salvo el del
tío León XII, que era el nombre del que reinaba cuando él nació. El que se llamaba
Florentino era el abuelo materno de todos, así que el nombre había llegado hasta el hijo
de Tránsito Ariza saltando por encima de toda una generación de pontífices.
Florentino conservó siempre un cuaderno en el que su padre escribía versos de
amor, algunos inspirados por Tránsito Ariza, y los folios estaban adornados con dibujos
de corazones heridos. Dos cosas lo sorprendieron. Una era la personalidad de la caligrafía
del padre, idéntica a la suya, a pesar de que él la había escogido por ser la que más le
gustaba entre muchas de un manual. La otra fue encontrarse con una sentencia que él
creía suya, y que su padre había escrito en un cuaderno mucho antes de que él naciera:
Lo único que me duele de morir es que no sea de amor.
Había visto también los dos únicos retratos de su padre. Uno tomado en Santa Fe,
muy joven, a la edad que él tenía cuando lo vio por primera vez, con un abrigo que era
como estar metido dentro de un oso, y recostado en un pedestal de cuya estatua sólo
quedaban las polainas destroncadas. El pequeño que estaba a su lado era el tío León XII
con una gorrita de capitán de buque. En la otra fotografía estaba su padre con un grupo
de guerreros, en quién sabe cuál de tantas guerras, y tenía la escopeta más larga y unos
bigotes cuyo olor a pólvora trascendía de la imagen. Era liberal y masón, lo mismo que
los hermanos, y sin embargo quería que el hijo ingresara en el seminario. Florentino
Ariza no sentía el parecido que les atribuían, pero según el decir del tío León XII, también
a Pío Quinto le reprochaban el lirismo de sus documentos. En todo caso, ni en los
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El amor en los tiempos del cólera