Page 98 - Amor en tiempor de Colera
P. 98

De  esa época  venían sus teorías  más bien  simplistas sobre la relación  entre  el
                    físico de las mujeres y sus aptitudes para el amor. Desconfiaba del tipo sensual, las que
                    parecían capaces de  comerse crudo  a  un caimán de  aguja, y  que  solían  ser  las  más
                    pasivas en la cama. Su tipo era el contrario: esas ranitas escuálidas por las que nadie se
                    tomaba el trabajo de volverse a mirar en la calle, que parecían quedar en nada cuando
                    se quitaban la ropa, que daban lástima por el crujido de los huesos al primer impacto, y
                    sin  embargo  podían dejar listo para el cajón de la basura  al más hablador de los
                    machucantes. Había tomado notas de esas observaciones prematuras con la intención de
                    escribir un suplemento práctico del Secretario de los Enamorados, pero el proyecto sufrió
                    la misma suerte del anterior después de que Ausencia Santander lo volteó al derecho y al
                    revés con su sabiduría de perro viejo, lo paró de cabeza, lo subió y lo bajó, lo volvió a
                    parir como nuevo, le hizo trizas sus virtuosismos teóricos, y le enseñó lo único que tenía
                    que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie.
                          Ausencia Santander había tenido un matrimonio convencional durante veinte años,
                    del cual le quedaron tres hijos que a su vez se habían casado y tenido hijos, de modo
                    que ella se preciaba de ser la abuela con mejor cama de la ciudad. Nunca quedó claro si
                    fue ella quien abandonó al esposo, o si fue éste el que la abandonó a ella, o si ambos se
                    habían abandonado al mismo tiempo cuando él se fue a vivir con su amante de siempre,
                    y ella se sintió libre para recibir a pleno día por la puerta principal a Rosendo de la Rosa,
                    capitán de buque fluvial,  al  que había recibido de  noche  muchas  veces por la puerta
                    trasera. Fue él mismo sin pensarlo dos veces, quien llevó a Florentino Ariza.
                          Lo llevó a  almorzar. Llevó  además  una damajuana  de  aguardiente casero  y los
                    ingredientes de la mejor calidad para hacer un sancocho épico, como sólo era posible con
                    las gallinas de patio, la carne de hueso tierno, el cerdo de muladar y las legumbres y
                    hortalizas de los pueblos  de] río. Sin  embargo, Florentino Ariza no se mostró tan
                    entusiasmado desde  el  Primer  momento con las excelencias de la cocina, ni  con  la
                    exuberancia de la dueña, como con la belleza de la casa. Le gustaba por la casa misma,
                    luminosa y fresca, con cuatro ventanas grandes hacia el mar, y al fondo la vista completa
                    de la ciudad antigua. Le gustaba la cantidad y el esplendor de las cosas que le daban a la
                    sala un aspecto confuso y a la vez riguroso, con toda clase de primores artesanales que
                    el capitán Rosendo de la Rosa había ido trayendo de cada viaje, hasta que ya no hubo
                    lugar para uno más. En la terraza del mar, parada en su aro privado, había una cacatúa
                    de Malasia con un plumaje de una blancura inverosímil y una quietud pensativa que daba
                    mucho que pensar: el animal más hermoso que Florentino Ariza había visto nunca.
                          El capitán Rosendo de la Rosa se entusiasmó con el entusiasmo del invitado, y le
                    contó en detalle la historia de cada cosa. Mientras lo hacía, bebía aguardiente a sorbos
                    cortos pero sin tregua. Parecía de cemento armado: enorme, peludo de todo el cuerpo
                    menos  de la cabeza, con un  bigote  a brocha gorda  y una  voz de  cabrestante que  no
                    podía ser sino suya, y de una gentileza exquisita. Pero no había cuerpo capaz de resistir
                    su modo de beber.
                          Antes de sentarse a la mesa había acabado con la mitad de la damajuana, y se fue
                    de bruces  sobre el platón de  vasos  y  botellas con un lento estrépito de demolición.
                    Ausencia Santander debió pedirle ayuda a Florentino Ariza Para arrastrar hasta la cama
                    el cuerpo inerte de ballena encallada, y para desvestirlo dormido. Después, en un
                    fogonazo de inspiración que los dos le agradecieron a la con~ junción de sus astros, se
                    desvistieron ambos en el cuarto de al lado sin Ponerse de acuerdo, Sin sugerirlo siquiera,
                    sin Proponérselo Y siguieron  desvistiéndose  siempre  que podíandurante  más  de siete
                    años, cuando el capitán estaba de viaje. No había riesgos de sorpresas, porque éste tenía
                    la costumbre de buen navegante de avisar su llegada al puerto con la sirena del buque,
                    aun en la madrugada, primero con tres bramidos largos para la esposa y sus nueve hijos,
                    y después con dos entrecortados Y melancólicos para la amante.
                          Ausencia Santander tenía casi cincuenta años y se le notaban, pero también tenía
                    un instinto  tan personal para  el amor, que no  había  teorías  artesanales  ni  científicas
                    capaces de entorpecerlo. Florentino Ariza sabía por los itinerarios de los buques cuándo
                    podía visitarla, Y siempre iba sin anunciarse a la hora que quisiera del día o de la noche,
                     98  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
   93   94   95   96   97   98   99   100   101   102   103