Page 101 - Amor en tiempor de Colera
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escarmiento  que  por  experiencia, que una felicidad  tan fácil no  podía durar mucho
                    tiempo. Así que antes de que la noche empezara a decaer, como ocurría siempre después
                    de la repartición de los premios a los ~nejores disfraces, le propuso a la muchacha que
                    se fueran a contemplar el amanecer desde el faro. Ella aceptó complacida, pero después
                    que acabaran de repartir los premios.
                          A Florentino Ariza le quedó la certeza de que aquella demora le salvó la vida. En
                    efecto, la Muchacha le había hecho una seña de que se fueran para el faro, cuando dos
                    cancerberos y una enfermera del manicomio de la Divina Pastora le cayeron encima. La
                    buscaban desde que se escapó, a las tres de la tarde, no sólo ellos sino toda la fuerza
                    pública. Había decapitado a un guardián y herido mal a otros dos con un machete que le
                    arrebató al jardinero, porque quería salir a bailar en el carnaval. Pero a nadie se le había
                    ocurrido que estuviera bailando en la calle, sino escondida en alguna de las tantas casas
                    que habían registrado hasta en las cisternas.
                          No fue fácil llevársela. Se defendió con unas tijeras de podar que tenía ocultas en
                    el corpiño, y se necesitaron seis hombres para ponerle la camisa de fuerza, mientras la
                    muchedumbre  atascada en  la  Plaza  de la Aduana aplaudía  y rechiflaba de  júbilo,
                    creyendo que la captura sangrienta era una de las tantas farsas del carnaval. Florentino
                    Ariza quedó desgarrado, y desde el Miércoles de Ceniza pasaba por la calle de la Divina
                    Pastora con una caja de chocolates ingleses para ella. Se quedaba viendo a las reclusas
                    que le gritaban toda clase de improperios y piropos por las ventanas, las alborotaba con
                    la caja de chocolates, por si acaso tenía la suerte de que también se asomara ella por
                    entre las barras de hierro. Pero nunca la vio. Meses después, al bajarse del tranvía de
                    mulas, una niñita que iba con su padre le pidió una bolita de chocolate de la caja que él
                    llevaba en la mano. El padre la regañó y le pidió excusas a Florentino Ariza. Pero él le dio
                    la  caja completa a la niña  pensando  que aquel gesto  lo  redimía de  toda  amargura, y
                    calmó al papá con una palmadita en el hombro.
                          -Eran para un amor que se lo llevó el carajo -le dijo.
                          Como  una compensación del destino, también fue en el tranvía de mulas donde
                    Florentino Ariza conoció a Leona Cassiani, que fue la verdadera mujer de su vida, aunque
                    ni él ni ella lo supieron nunca, ni nunca hicieron el amor. Él la había sentido antes de
                    verla cuando iba de regreso a casa en el tranvía de las cinco: fue una mirada material
                    que lo tocó como si fuera un dedo. Levantó la vista y la vio, en el extremo opuesto, pero
                    muy bien definida  entre los  otros  pasajeros. Ella no apartó la  mirada.  Al contrario: la
                    sostuvo con tanto descaro que él  no  podía  pensar sino  lo  que pensó:  negra, joven y
                    bonita, pero puta sin lugar a dudas. La descartó de su vida, porque no podía concebir
                    nada más indigno que pagar el amor: no lo hizo nunca.
                          Florentino Ariza se bajó en La Plaza de los Coches, que era la terminal del tranvía,
                    se escabulló a toda prisa por el laberinto del comercio porque su madre lo esperaba a las
                    seis, y cuando salió al otro lado de la muchedumbre oyó el taconeo de mujer alegre en
                    los adoquines, y se volvió a mirar para convencerse de lo que ya sabía: era ella. Estaba
                    vestida como las esclavas de los grabados, con una pollera de volantes que se levantaba
                    con un ademán de baile para pasar sobre los charcos de las calles, un descote que le
                    dejaba los hombros descubiertos, un mazo de collares de colores y un turbante blanco. Él
                    las conocía en el hotel de paso. Sucedía a menudo que a las seis  de la tarde estaban
                    todavía con el desayuno, y entonces no les quedaba más recurso que usar el sexo como
                    un  cuchillo de salteador de  vereda,  y se lo ponían  en  la garganta  al primero  que
                    encontraban en la calle: la pinga o la vida. En busca de una prueba final, Florentino Ariza
                    cambió de sentido, se metió por el callejón desierto de El Candilejo, y ella lo siguió cada
                    vez más de cerca. Entonces él se detuvo, se volvió, le cerró el paso en la acera apoyado
                    en el paraguas con las dos manos. Ella se le plantó enfrente.
                          -Estás equivocada, linda -dijo él-: yo no lo doy.
                          -Claro que sí -dijo ella-: se te ve en la cara.



                                                                              Gabriel García Márquez  101
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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