Page 104 - Amor en tiempor de Colera
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Florentino Ariza subiera hasta donde él se lo había propuesto sin calcular  muy bien su
                    propia fuerza. Ella lo  hubiera hecho de  todos modos, desde luego,  por una indomable
                    vocación de poder, pero la verdad fue que lo hizo a conciencia por pura gratitud. Era tal
                    su determinación, que el mismo  Florentino  Ariza se  perdió en  sus manejos, y  en un
                    momento  sin fortuna  trató de  cerrarle  el paso  a ella  creyendo que ella trataba  de
                    cerrárselo a él. Leona Cassiani lo puso en su puesto.
                          -No se equivoque -le dijo-. Yo me aparto de todo esto cuando usted quiera, pero
                    piénselo bien.
                          Florentino Ariza, que en efecto no lo había pensado, lo pensó entonces tan bien
                    como pudo, y le entregó sus armas. Lo cierto es que en medio de aquella guerra sórdida
                    dentro de una empresa en crisis perpetua, en medio de sus desastres de halconero sin
                    sosiego y la ilusión cada vez más incierta de Fermina Daza, el impasible Florentino Ariza
                    no  había tenido un instante de paz interior frente  al  espectáculo fascinante de  aquella
                    negra brava embadurnada  de  mierda  y  de amor en la fiebre de  la  pelea. Tanto, que
                    muchas veces se dolió en secreto de que ella no hubiera sido en realidad lo que él creía
                    que era la tarde en que la conoció, para haberse limpiado el trasero con sus principios y
                    haber hecho el amor con ella aunque fuera pagado con pepas de oro vivo. Pues Leona
                    Cassiani seguía siendo igual que aquella tarde en el tranvía, con sus mismos vestidos de
                    cimarrona alborotada, sus turbantes locos, sus arracadas y pulseras de hueso, su mazo
                    de collares y sus anillos de piedras falsas en todos los dedos: una leona de la calle. Lo
                    muy poco que los años le habían añadido por fuera era para su bien. Navegaba en una
                    madurez espléndida, sus encantos de mujer eran más inquietantes, y su ardoroso cuerpo
                    de africana se iba haciendo más denso con la madurez. Florentino Ariza no se le había
                    vuelto a insinuar en diez años, pagando así la dura penitencia de su error original, y ella
                    lo había ayudado en todo, salvo en eso.
                          Una  noche  en  que  se quedó  trabajando hasta  muy tarde, como lo hizo  con
                    frecuencia después de la muerte de su madre, Florentino Ariza iba de salida cuando vio
                    que había luz en la oficina de Leona Cassiani. Abrió la puerta sin tocar, y allí estaba: sola
                    en  el  escritorio, absorta,  seria, con  unas gafas  nuevas  que  le hacían un semblante
                    académico. Florentino Ariza se dio cuenta con un pavor dichoso de que estaban los dos
                    solos en la casa, estaban los muelles desiertos, la ciudad dormida, la noche eterna en la
                    mar tenebrosa,  el bramido triste de un barco que tardaría más de una hora en llegar.
                    Florentino Ariza se apoyó en el paraguas con las dos manos, tal como lo había hecho en
                    el callejón de El Candilejo para cerrarle el paso, solo que ahora lo hizo para que no se le
                    notara la desarticulación de las rodillas.

                          -Dime una cosa, leona de mi alma -dijo-: ¿cuándo es que vamos a salir de esto?

                          Ella se quitó los lentes sin sorpresa, con un dominio absoluto, y lo encandiló con
                    su risa solar. Nunca lo había tuteado.
                          -Ay, Florentino Ariza -le dijo-, llevo diez años sentada aquí esperando que me lo
                    preguntes.

                          Ya era tarde: la ocasión iba con ella en el tranvía de mulas, había estado siempre
                    con ella en la misma silla en que estaba sentada, pero ahora se había ido para siempre.
                    La  verdad era que después de tantas perrerías  soterradas  que había hecho por  él,
                    después de tanta sordidez  soportada para  él, ella se  le  había  adelantado  en la  vida  y
                    estaba mucho más allá de los veinte años de edad que él le llevaba de ventaja: había
                    envejecido  para  él. Lo quería tanto, que en  vez de  engañarlo prefirió  seguir  amándolo
                    aunque tuviera que hacérselo saber de un modo brutal.
                          -No -le dijo-. Me sentiría como acostándome con el hijo que nunca tuve.
                          Florentino Ariza  se quedó con la espina  de que no  hubiera  sido suya la última
                    réplica. Pensaba que cuando una mujer dice que no, se queda esperando que le insistan
                    antes de tomar la decisión final, pero con ella era distinto: no podía jugar con el riesgo

                    104  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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