Page 105 - Amor en tiempor de Colera
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de equivocarse por segunda vez. Se retiró de buen talante, y hasta con una cierta gracia
que no le era fácil. Desde esa noche, cualquier sombra que pudo haber entre ellos se
disipó sin amarguras, y Florentino Ariza entendió por fin que se puede ser amigo de una
mujer sin acostarse con ella.
Leona Cassiani fue el único ser humano a quien Florentino Ariza estuvo tentado de
revelarle el secreto de Fermina Daza. Las pocas personas que lo sabían empezaban a
olvidarlo por motivos de fuerza mayor. Tres de ellas se lo habían llevado a la tumba sin
ninguna duda: su madre, que desde mucho antes de morir ya lo tenía borrado en la
memoria; Gala Placidia, muerta de buena vejez al servicio de la que fue casi una hija, y
la inolvidable Escolástica Daza, la que le había llevado dentro de un misal la primera
carta de amor que recibió en la vida, y que no podía seguir viva después de tantos años.
Lorenzo Daza, de quien entonces no sabía si estaba vivo o muerto, podía habérselo
revelado a la hermana Franca de la Luz tratando de evitar la expulsión, pero era poco
probable que lo hubieran divulgado. Quedaban por contar once telegrafistas de la
provincia lejana de Hildebranda Sánchez, que manejaron telegramas con sus nombres
completos y direcciones exactas, y luego Hildebranda Sánchez y su corte de primas
indómitas.
Lo que ignoraba Florentino Ariza era que el doctor Juvenal Urbino debía ser
incluido en la cuenta. Hildebranda Sánchez le había revelado el secreto en alguna de sus
tantas visitas de los primeros años. Pero lo hizo de un modo tan casual y en un momento
tan inoportuno, que al doctor Urbino no le entró por un oído y le salió por el otro, como
ella pensó, sino que no le entró por ninguno. Hildebranda, en efecto, había mencionado a
Florentino Ariza como uno de los poetas escondidos que según ella tenían posibilidades
de ganar los Juegos Florales. Al doctor Urbino le costó trabajo recordar quién era, y ella
le dijo sin que fuera indispensable pero sin un ápice de malicia que fue el único novio que
Fermina Daza había tenido antes de casarse. Se lo dijo convencida de que había sido
algo tan inocente y efímero, que más bien resultaba conmovedor. El doctor Urbino le
replicó sin mirarla: “No sabía que ese tipo fuera poeta”. Y lo borró de la memoria al
instante, entre otras cosas porque su profesión lo tenía acostumbrado a un manejo ético
del olvido.
Florentino Ariza observó que los depositarios del secreto, a excepción de su
madre, pertenecían al mundo de Fermina Daza. En el suyo estaba sólo él, solo con el
peso abrumador de una carga que muchas veces había necesitado compartir, pero nadie
hasta entonces le había merecido tanta confianza. Leona Cassiani era la única posible, y
sólo le hacían falta el modo y la ocasión. Estaba pensándolo, justo la tarde de bochorno
estival en que el doctor Juvenal Urbino subió las escaleras empinadas de la C.F.C., con
una pausa en cada peldaño para sobrevivir al calor de las tres, y apareció acezante en la
oficina de Florentino Ariza empapado en sudor hasta los pantalones, y dijo con el último
aliento: “Creo que se nos viene encima un ciclón”. Florentino Ariza lo había visto allí
muchas veces, en busca del tío León XII, pero nunca como entonces había tenido la
impresión tan nítida de que aquella aparición indeseable tenía algo que ver con su vida.
Era la época en que también el doctor Juvenal Urbino había superado los escollos
de la profesión, y andaba casi de puerta en puerta como un pordiosero con el sombrero
en la mano, buscando contribuciones para sus promociones artísticas. Uno de sus
contribuyentes más asiduos y pródigos lo fue siempre el tío León XII, quien en aquel
momento justo había empezado a hacer su siesta diaria de diez minutos, sentado en la
poltrona de resortes del escritorio. Florentino Ariza le pidió al doctor Juvenal Urbino el
favor de esperar en su oficina, que era contigua a la del tío León XII, y en cierto modo le
servía de antesala.
Se habían visto en diversas ocasiones, pero nunca habían estado así, frente a
frente, y Florentino Ariza padeció una vez más la náusea de sentirse inferior. Fueron diez
minutos eternos, en los cuales se levantó tres veces con la esperanza de que el tío
hubiera despertado antes de tiempo, y se tomó un termo entero de café negro. El doctor
Gabriel García Márquez 105
El amor en los tiempos del cólera