Page 108 - Amor en tiempor de Colera
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ellos  con sus mujeres y  sus niños  y  sus  perros  de comer, pero  en pocos  años
                    desbordaron cuatro  callejones  de los  arrabales del puerto con  nuevos chinos
                    intempestivos que entraban en  el país  sin dejar  rastro en los registros de  aduana.
                    Algunos de los jóvenes se convirtieron en patriarcas venerables con tanta premura, que
                    nadie se  explicaba cómo habían  tenido tiempo de envejecer.  La  intuición popular los
                    dividió en dos clases: los  chinos malos y los  chinos buenos. Los malos eran los de las
                    fondas lúgubres del puerto, donde lo mismo se comía como un rey o se moría de repente
                    en la mesa frente a un plato de rata con girasoles, y de las cuales se sospechaba que no
                    eran sino mamparas de la trata de  blancas  y el tráfico  de todo. Los buenos eran  los
                    chinos de las lavanderías, herederos de una ciencia sagrada, que devolvían las camisas
                    más limpias que si fueran  nuevas, con los  cuellos y  los puños  como  hostias  recién
                    aplanchadas. Fue uno de estos  chinos buenos  el que  derrotó  en  los Juegos  Florales  a
                    setenta y dos rivales bien apertrechados.
                          Nadie entendió el nombre cuando Fermina Daza lo leyó ofuscada. No sólo porque
                    era un nombre insólito, sino porque de todos modos nadie sabía a ciencia cierta cómo se
                    llamaban los chinos. Pero no hubo que pensarlo mucho, porque el chino premiado surgió
                    del  fondo  de la platea con  esa sonrisa celestial  que tienen los chinos  cuando llegan
                    temprano a su casa. Había ido tan seguro de la victoria que llevaba puesta para recibir el
                    premio la camisola de seda amarilla de los ritos de primavera. Recibió la Orquídea de Oro
                    de dieciocho quilates, y la besó de dicha en  medio de  las burlas atronadoras de  los
                    incrédulos. No se inmutó.  Esperó en el  centro del escenario, imperturbable como el
                    apóstol  de una  Divina  Providencia menos dramática  que la nuestra,  y en  el primer
                    silencio leyó el poema premiado. Nadie lo entendió. Pero cuando pasó la nueva andanada
                    de rechiflas, Fermina Daza volvió a leerlo impasible, con su afónica voz insinuante, y el
                    asombro se impuso  desde  el primer  verso. Era  un  soneto  de la más pura estirpe
                    parnasiana, perfecto, atravesado por una brisa de inspiración que delataba la complicidad
                    de una mano maestra. La única explicación posible era que algún poeta de los grandes
                    hubiera concebido aquella broma para burlarse de los Juegos Florales, y que el chino se
                    había prestado a ella con la determinación  --de guardar el secreto hasta la muerte. El
                    Diario del Comercio, nuestro periódico tradicional, trató de remendar la honra civil con un
                    ensayo erudito y más bien indigesto sobre la antigüedad y la influencia cultural de  los
                    chinos en el  Caribe, y  su  derecho merecido a participar en los Juegos Florales. El que
                    escribió el ensayo no dudaba de que el autor del soneto fuera en realidad el que decía
                    serlo, y lo justificaba sin rodeos desde el título:  Todos los chinos son  poetas. Los
                    promotores de la conjura, si la hubo, se pudrieron en sus sepulcros con el secreto. Por su
                    parte, el chino premiado se murió sin confesión a una edad oriental, y fue enterrado con
                    la Orquídea de Oro dentro del ataúd, pero con la amargura de no haber logrado en vida
                    lo único que anhelaba, que era su crédito de poeta. Con motivo de la muerte se evocó en
                    la prensa  el incidente  olvidado de los Juegos Florales, se reprodujo el soneto  con una
                    viñeta modernista de doncellas turgentes con cornucopias de oro, y los dioses custodios
                    de la poesía se valieron  de la ocasión para poner las cosas en su puesto: el soneto le
                    pareció tan malo a la nueva generación, que ya nadie puso en duda que en realidad fuera
                    escrito por el chino muerto.
                          Florentino Ariza tuvo siempre aquel escándalo asociado al  recuerdo de una
                    desconocida opulenta que estaba sentada a su lado. Se había fijado en ella al principio
                    del acto, pero después la había olvidado por el susto de la espera. Le llamó la atención
                    por su blancura de nácar, su fragancia de gorda feliz, su inmensa pechuga de soprano
                    coronada por una magnolia artificial. Tenía un vestido de terciopelo negro muy ceñido,
                    tan negro como los ojos ansiosos y cálidos, y tenía el cabello más negro aún, estirado en
                    la nuca con una peineta de gitana. Tenía aretes colgantes, un collar del mismo estilo y
                    anillos iguales en varios dedos, todos de estoperoles brillantes, y un lunar pintado con
                    lápiz en la mejilla derecha. En la confusión de los aplausos finales, miró a Florentino Ariza
                    con una aflicción sincera.
                          -Créame que lo siento en el alma -le dijo.



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                         El amor en los tiempos del cólera
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