Page 112 - Amor en tiempor de Colera
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Cuando faltaban  diez minutos  para las  doce, Sara Noriega se subió  en  una  silla
                    para darle cuerda al reloj de péndulo, y lo había puesto de memoria en la hora, tal vez
                    queriendo  decir sin decirlo que era hora de  irse.  Florentino  Aríza sintió  entonces  la
                    urgencia de cortar de raíz aquella relación sin amor, y buscó la ocasión de ser él quien
                    tomara la  iniciativa: como  lo  haría siempre. Rogando a  Dios que Sara Noriega le
                    permitiera quedarse en  su  cama para  decirle  que  no, que  todo había terminado entre
                    ellos, le pidió que se sentara a su lado cuando acabó de darle cuerda al reloj. Pero ella
                    prefirió  mantenerse a  distancia  en la poltrona de las  visitas. Florentino Ariza  le tendió
                    entonces  el índice  empapado de  brandy para que  ella  lo chupara, como  le  gustaba
                    hacerlo en los preámbulos del amor de otra época. Ella lo esquivó.
                          -Ahora no -dijo-. Estoy esperando a alguien.

                          Desde que fue rechazado por  Fermina Daza, Florentino  Ariza había aprendido  a
                    reservarse siempre la última decisión.  En circunstancias menos amargas hubiera
                    persistido en los asedios a Sara Noriega, seguro de terminar la noche revolcándose con
                    ella  en  la  cama, pues estaba convencido de que  una mujer que se  acuesta con  un
                    hombre una vez seguirá acostándose con él cada vez que él lo quiera, siempre que sepa
                    enternecerla cada vez.  Lo había  soportado  todo por esa convicción, había  pasado  por
                    encima de todo aun en  los negocios más  sucios  del amor,  con tal  de no  concederle a
                    ninguna mujer nacida de mujer la oportunidad de tomar la decisión final. Pero aquella
                    noche se sintió tan humillado, que se tomó el brandy de un golpe, haciendo todo lo que
                    pudo  para que se le notara el rencor,  y  se fue  sin  despedirse.  Nunca  más volvieron a
                    verse.
                          La relación con Sara Noriega fue una de las más largas y estables de Florentino
                    Ariza, aunque no fue la única que él mantuvo en aquellos cinco años. Cuando comprendió
                    que se sentía bien con ella, sobre todo en la cama, pero que nunca lograría sustituir con
                    ella a Fermina Daza, se recrudecieron sus noches de cazador solitario, y se las arreglaba
                    para repartir su tiempo  y  sus fuerzas hasta  donde le alcanzaran. Sin embargo,  Sara
                    Noriega logró el milagro de aliviarlo por un tiempo. Al menos pudo vivir sin ver a Fermina
                    Daza, a diferencia de antes, cuando interrumpía  a cualquier hora lo que  estuviera
                    haciendo para buscarla por los rumbos inciertos de sus presagios, en las calles menos
                    pensadas, en sitios irreales donde era imposible que estuviera, vagando sin sentido con
                    unas ansias del pecho que no le daban tregua mientras no la veía siquiera un instante. La
                    ruptura con Sara Noriega, por el contrario, le alborotó de nuevo las añoranzas dormidas,
                    y se sintió otra vez como en las tardes del parquecito y las lecturas interminables, pero
                    esta vez agravadas por la urgencia de que el doctor Juvenal Urbino tenía que morir.
                          Sabía desde hacía tiempo que estaba predestinado a hacer feliz a una viuda, y a
                    que ella lo hiciera feliz, y eso no le preocupaba. Al contrario: estaba preparado. De tanto
                    conocerlas en sus incursiones de cazador solitario, Florentino Ariza terminaría por saber
                    que el mundo estaba lleno de viudas felices. Las había visto enloquecer de dolor ante el
                    cadáver del esposo, suplicando que las enterraran vivas dentro del mismo ataúd para no
                    afrontar sin él los azares del porvenir, pero a  medida que se iban reconciliando con la
                    realidad de su nuevo estado se  las  veía  surgir de las  cenizas con  una vitalidad
                    reverdecida. Empezaban viviendo como parásitas de sombras en los caserones desiertos,
                    se volvían confidentes de sus sirvientas, amantes de sus almohadas, sin nada que hacer
                    después de tantos años de cautiverio estéril. Malgastaban las horas sobrantes cosiendo
                    en la  ropa del muerto los botones que  nunca habían tenido  tiempo  de reponer,
                    planchaban  y volvían a  planchar sus  camisas de puños y cuellos de parafina para que
                    siempre estuvieran perfectas. Seguían poniendo su jabón en el baño, la funda con sus
                    iniciales en la cama, el plato y los cubiertos en su lugar de la mesa, por si acaso volvían
                    de la muerte sin avisar, como solían hacerlo en vida. Pero en aquellas misas de soledad
                    iban tomando conciencia de que otra vez eran dueñas de su albedrío, después de haber
                    renunciado no sólo a su  nombre  de  familia sino a la propia identidad,  y todo eso  a
                    cambio de una seguridad que no fue más que una más de sus tantas ilusiones de novias.
                    Sólo ellas  sabían cuánto pesaba el  hombre que  amaban  con locura,  y que quizás las
                    amaba, pero al que habían tenido que seguir criando hasta el último suspiro, dándole de

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                         El amor en los tiempos del cólera
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