Page 117 - Amor en tiempor de Colera
P. 117

Desgracias  sobre desgracias, Fermina Daza tuvo que  afrontar en  el  peor de sus
                    años lo que había de ocurrir tarde o temprano sin remedio:  la verdad de los negocios
                    fabulosos  y nunca conocidos de su padre. El gobernador provincial  que citó a Juvenal
                    Urbino en su despacho para ponerlo al corriente de los desmanes del suegro, los resumió
                    en una frase: “No hay ley divina ni humana que ese tipo no se haya llevado por delante”.
                    Algunas de sus trapisondas más graves las había hecho a la sombra del poder del yerno,
                    y habría sido difícil no pensar que éste y su esposa no estuvieran al corriente. Sabiendo
                    que la única reputación para proteger era la suya, por ser la única que quedaba en pie, el
                    doctor Juvenal Urbino interpuso todo el peso de su poder, y logró cubrir el escándalo con
                    su palabra de  honor.  Así  que Lorenzo  Daza salió  del  país  en  el primer barco  para no
                    regresar jamás. Volvió a su tierra de origen como si fuera uno de esos viajecitos que se
                    hacen  de  vez  en cuando para engañar a la  nostalgia,  y en  el fondo de esa  apariencia
                    había  algo  de  verdad: desde  hacía  un tiempo subía  a los barcos de su patria sólo por
                    tomarse un vaso del agua de las cisternas abastecidas en los manantiales de su pueblo
                    natal. Se fue  sin  dar el brazo a  torcer, protestando inocencia,  y todavía tratando de
                    convencer al  yerno  de  que  había  sido  víctima de una confabulación política. Se fue
                    llorando por la niña, como llamaba a Fermina Daza desde que se casó, llorando por el
                    nieto, por la tierra en que se hizo rico y libre, y donde logró la proeza de convertir a la
                    hija  en una dama  exquisita  a base de negocios  turbios.  Se fue envejecido  y enfermo,
                    pero todavía vivió  mucho  más de  lo  que ninguna de sus víctimas  hubiera  deseado.
                    Fermina  Daza  no pudo reprimir un suspiro  de  alivio cuando  le  llegó la  noticia de la
                    muerte, y no le guardó luto para evitar preguntas, pero durante varios meses lloraba con
                    una rabia sorda sin saber por qué cuando se encerraba a fumar en el baño, y era que
                    lloraba por él.
                          Lo más absurdo de la situación de ambos era que nunca parecieron tan felices en
                    público  como en aquellos años de  infortunio.  Pues  en realidad fueron los años de sus
                    victorias mayores sobre  la hostilidad  soterrada de un medio  que  no  se  resignaba a
                    admitirlos como eran: distintos  y  novedosos, y  por  tanto transgresores del orden
                    tradicional. Sin  embargo, esa  había sido la parte fácil para Fermina Daza.  La  vida
                    mundana, que tantas incertidumbres le causaba antes de conocerla, no era más que un
                    sistema de pactos atávicos, de ceremonias banales, de palabras previstas, con el cual se
                    entretenían en  sociedad unos a  otros para no  asesinarse. El signo  dominante de  ese
                    paraíso de la frivolidad provinciana era el miedo a lo desconocido. Ella lo había definido
                    de un modo más simple: “El problema de la vida pública es aprender a dominar el terror,
                    el problema de la vida conyugal es aprender a dominar el tedio”. Ella lo había descubierto
                    de pronto con la nitidez de una revelación desde que entró arrastrando la interminable
                    cola de novia en el vasto salón del Club Social, enrarecido por los vapores revueltos de
                    tantas flores, el brillo de los valses, el tumulto de hombres sudorosos y mujeres trémulas
                    que la miraban sin saber todavía cómo  iban a conjurar aquella amenaza deslumbrante
                    que les mandaba el mundo exterior. Acababa de cumplir los veintiún años y apenas si
                    había salido de su casa para el colegio, pero le bastó  con una  mirada circular para
                    comprender que sus adversarios no estaban sobrecogidos de odio sino paralizados por el
                    miedo. En vez de asustarlos más, como lo estaba ella, les hizo la caridad de ayudarlos a
                    conocerla. Nadie fue distinto de como ella quiso que fuera, tal como le ocurría con las
                    ciudades, que no le parecían mejores ni peores, sino como ella las hizo en su corazón. A
                    París, a pesar de su lluvia perpetua, de sus tenderos sórdidos y la grosería homérica de
                    sus cocheros, había de recordarla siempre como la ciudad más hermosa del mundo, no
                    porque en realidad lo fuera o no lo fuera, sino porque se quedó vinculada a la nostalgia
                    de sus años más felices. El doctor Urbino, por su parte, se impuso con armas iguales a
                    las que usaban  contra él,  sólo  que manejadas  con  más inteligencia, y con  una
                    solemnidad calculada. Nada ocurría sin ellos: los paseos cívicos, los Juegos Florales, los
                    acontecimientos artísticos, las tómbolas de caridad, los actos patrióticos, el primer viaje
                    en globo. En todo estaban ellos, y casi siempre en el origen y al frente de todo. Nadie
                    podía imaginarse, en sus años  de desgracias, que pudiera haber alguien más feliz que
                    ellos ni un matrimonio tan armónico como el suyo



                                                                              Gabriel García Márquez  117
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
   112   113   114   115   116   117   118   119   120   121   122