Page 121 - Amor en tiempor de Colera
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Desde las primeras visitas al cementerio, Florentino Ariza descubrió que muy cerca
de allí estaba enterrada Olimpia Zuleta, sin lápida, pero con el nombre y la fecha escritos
con el dedo en el cemento fresco de la cripta, y pensó horrorizado que era una burla
sangrienta del esposo. Cuando el rosal floreció le dejaba una rosa en la tumba, si no
había nadie a la vista, y más tarde le plantó una cepa cortada del rosal de la madre.
Ambos rosales proliferaban con tanto alborozo, que Florentino Ariza tenía que llevar las
cizallas y otros hierros de jardín para mantenerlos en orden. Pero fue superior a sus
fuerzas: a la vuelta de unos años los dos rosales se habían extendido como maleza por
entre las tumbas, y el buen cementerio de la peste se llamó desde entonces el
Cementerio de las Rosas, hasta que algún alcalde menos realista que la sabiduría popular
arrasó en una noche con los rosales y le colgó un letrero republicano en el arco de la
entrada: Cementerio Universal.
La muerte de la madre dejó a Florentino Ariza condenado otra vez a sus
compromisos maniáticos: la oficina, los encuentros por turnos estrictos con las amantes
crónicas, las partidas de dominó en el Club del Comercio, los mismos libros de amor, las
visitas dominicales al cementerio. Era el óxido de la rutina, tan denigrado y tan temido,
pero que a él lo había protegido de la conciencia de la edad. Sin embargo, un domingo de
diciembre, cuando ya los rosales de las tumbas les habían ganado a las cizallas, vio las
golondrinas en los cables de la luz eléctrica recién instalada, y se dio cuenta de golpe de
cuánto tiempo había pasado desde la muerte de su madre, y cuánto desde el asesinato
de Olimpia Zuleta, y tantos cuántos desde aquella otra tarde del diciembre lejano en que
Fermina Daza le mandó una carta diciéndole que sí, que lo amaría hasta siempre. Hasta
entonces se había comportado como si el tiempo no pasara para él sino para los otros.
Apenas la semana anterior se había encontrado en la calle con una de las tantas parejas
que se casaron gracias a las cartas escritas por él, y no reconoció al hijo mayor, que era
su ahijado. Resolvió el bochorno con el aspaviento convencional: “¡Carajo, si ya es un
hombre!”. Seguía siendo así, aun después de que el cuerpo empezó a mandarle las
primeras señales de alarma, porque siempre había tenido la salud de piedra de los
enfermizos. Tránsito Ariza solía decir: “De lo único que mi hijo ha estado enfermo es del
cólera”. Confundía el cólera con el amor, por supuesto, desde mucho antes de que se le
embrollara la memoria. Pero de todos modos se equivocaba, porque el hijo había tenido
en secreto seis blenorragias, si bien el médico decía que no eran seis sino la misma y
única que volvía a aparecer después de cada batalla perdida. Había tenido además un
incordio, cuatro crestas y seis empeines, pero ni a él ni a ningún hombre se le hubiera
ocurrido contarlos como enfermedades sino como trofeos de guerra.
Apenas cumplidos los cuarenta años había tenido que acudir al médico con dolores
indefinidos en distintas partes del cuerpo. Después de muchos exámenes, el médico le
había dicho: “Son cosas de la edad”. Él volvía siempre a casa sin preguntarse siquiera si
todo eso tenía algo que ver con él. Pues el único punto de referencia de su pasado eran
sus amores efímeros con Fermina Daza, y sólo lo que tuviera algo que ver con ella tenía
algo que ver con las cuentas de su vida. De modo que la tarde en que vio las golondrinas
en los cables de luz repasó su pasado desde el recuerdo más antiguo, repasó sus amores
de ocasión, los incontables escollos que había tenido que sortear para alcanzar un puesto
de mando, los incidentes sin cuento que le había causado su determinación encarnizada
de que Fermina Daza fuera suya, y él de ella por encima de todo y contra todo, y sólo
entonces descubrió que se le estaba pasando la vida. Lo estremeció un escalofrío de las
vísceras que lo dejó sin luz, y tuvo que soltar las herramientas de jardín y apoyarse en el
muro del cementerio para que no lo derribara el primer zarpazo de la vejez.
-¡Carajo -se dijo aterrado-, todo hace treinta años!
Así era. Treinta años que habían pasado también para Fermina Daza, desde luego,
pero que habían sido para ella los mas gratos y reparadores de su vida. Los días de
horror del Palacio de Casalduero estaban relegados en el basurero de la memoria. Vivía
en su nueva casa de La Manga, dueña absoluta de su destino, con un marido que
volvería a preferir entre todos los hombres del mundo si hubiera tenido que escoger otra
vez, con un hijo que prolongaba la tradición de la estirpe en la Escuela de Medicina, y
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El amor en los tiempos del cólera