Page 120 - Amor en tiempor de Colera
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palomera había resuelto hacerse la tonta, o mandaba la paloma para que él volviera a
                    mandarla. En este óltimo caso, sin embargo, lo natural hubiera sido que ella devolviera la
                    paloma con una respuesta.
                          El sábado por la  mañana, después de  mucho pensarlo, Florentino  Ariza  volvió  a
                    mandar la paloma con otra carta sin firma. Esa vez no tuvo que esperar al día siguiente.
                    Por la tarde, el mismo niño volvió a llevársela en otra jaula, con el recado de que aquí le
                    manda otra vez la paloma que se le volvió a volar, que antier se la devolvió por buena
                    educación y que esta se la devuelve por lástima, pero que ahora sí es verdad que no se
                    la manda más si se le vuelve a volar. Tránsito Ariza se entretuvo hasta muy tarde con la
                    paloma, la sacó de la jaula, la arrulló en los brazos, trató de dormirla con canciones de
                    niños, y de pronto se dio cuenta de que tenía en el anillo de la pata un papelito con una
                    sola línea: No  acepto  anónimos. Florentino  Ariza lo leyó con el corazón  enloquecido,
                    como si fuera la culminación de su primera aventura, y apenas si pudo dormir esa noche
                    dando saltos de impaciencia. Al día siguiente muy temprano, antes de irse a la oficina,
                    soltó otra vez la paloma con un papel de amor firmado con su nombre muy claro, y le
                    puso además en el anillo la rosa más fresca, más encendida y fragante de su jardín.

                          No  fue tan  fácil. Al cabo de  tres meses de  asedios,  la  bella palomera seguía
                    contestando lo mismo: “Yo no soy de esas”. Pero nunca dejó de recibir los mensajes o de
                    acudir a las citas que Florentino Ariza arreglaba de manera que parecieran encuentros
                    casuales. Estaba desconocido: el amante que nunca dio la cara, el más ávido de amor
                    pero también el más mezquino, el que no daba nada y todo lo quería, el que no permitió
                    que nadie le dejara en el corazón una huella de su paso, el cazador agazapado se echó
                    por la  calle  de en  medio  en un arrebato  de cartas  firmadas, de  regalos  galantes,  de
                    rondas imprudentes a la casa de la palomera, aun en dos ocasiones en que el marido no
                    andaba de viaje ni estaba en el mercado. Fue la única vez, desde los primeros tiempos
                    del primer amor, en que se sintió atravesado por una lanza.
                          Seis meses después del primer encuentro, se vieron por fin en el camarote de un
                    buque fluvial que estaba en reparación de pintura en los muelles fluviales. Fue una tarde
                    maravillosa. Olimpia Zuleta tenía un amor alegre, de palomera alborotada, y le gustaba
                    permanecer desnuda por varias horas, en un reposo lento que tenía para ella tanto amor
                    como el  amor. El camarote  estaba  desmantelado, pintado  a medias,  y el olor de  la
                    trementina  era  bueno para  llevárselo en  el recuerdo de  una  tarde feliz. De pronto,  a
                    instancias de una inspiración insólita, Florentino Ariza destapó un  tarro de  pintura roja
                    que  estaba  al  alcance  de la  litera, se  mojó  el índice,  y pintó en  el pubis  de la bella
                    palomera una flecha de sangre dirigida hacia el sur' y le escribió un letrero en el vientre:
                    Esta cuca es mía. Esa misma noche, Olimpia Zuleta se desnudó delante del marido sin
                    acordarse del letrero, y él no dijo una palabra, ni siquiera le cambió el aliento, nada, sino
                    que fue al baño por la navaja barbera mientras ella se ponía la camisa de dormir, y la
                    degolló de un tajo.
                          Florentino Ariza no lo supo hasta muchos días después, cuando el esposo fugitivo
                    fue  capturado y  relató  a los periódicos  las razones y la  forma  del crimen. Durante
                    muchos  años  pensó con  temor  en las cartas firmadas, llevó  la cuenta de  los  años  de
                    cárcel del asesino que lo conocía muy bien por sus negocios en los buques, pero no le
                    temía tanto al navajazo en el cuello, ni al escándalo público, como a la mala suerte de
                    que Fermina  Daza  se enterara de  su deslealtad. En los años  de espera,  la mujer  que
                    cuidaba a Tránsito Ariza tuvo que demorarse en el mercado más de lo previsto por causa
                    de un aguacero fuera de estación, y cuando volvió a la casa la encontró muerta. Estaba
                    sentada en el mecedor, pintorreteada y floral, como siempre, y con los ojos tan vivos y
                    una sonrisa tan maliciosa que su guardiana no se dio cuenta de que estaba muerta sino
                    al cabo de dos horas. Poco antes había repartido entre los niños del vecindario la fortuna
                    en oros y pedrerías  de  las múcuras enterradas debajo  de la  cama,  diciéndoles  que  se
                    podían comer como caramelos, y no fue posible recuperar algunas de las más valiosas.
                    Florentino Ariza la enterró en la antigua hacienda de La Mano de Dios, que todavía era
                    conocida como el Cementerio del Cólera, y le sembró sobre la tumba una mata de rosas.


                    120  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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