Page 118 - Amor en tiempor de Colera
P. 118

La casa abandonada por el padre le dio a Fermina Daza un refugio propio contra la
                    asfixia  del palacio  familiar.  Tan  pronto como  escapaba a  la vista pública,  se  iba  a
                    escondidas al  parque de  Los Evangelios,  y  allí recibía las  amigas nuevas y algunas
                    antiguas del colegio o de las clases de pintura: un sustituto inocente de la infidelidad.
                    Vivía horas apacibles  de madre  soltera con lo mucho que  aún le  quedaba de sus
                    recuerdos de niña. Volvió a comprar los cuervos perfumados, recogió gatos de la calle y
                    los puso al cuidado de Gala Placidia, ya vieja y un poco impedida por el reumatismo, pero
                    todavía con ánimos para resucitar la casa. Volvió  a abrir el costurero  donde Florentino
                    Ariza la vio por primera vez, donde el doctor Juvenal Urbino le hizo sacar la lengua para
                    tratar de conocerle el corazón, y lo convirtió en un santuario del pasado. Una  tarde
                    invernal fue  a cerrar el balcón, antes de que  se  desempedrara la tormenta, y  vio a
                    Florentino Ariza en su escaño bajo los almendros del parquecito, con el traje de su padre
                    reducido para él y el libro abierto en el regazo, pero. no lo vio como entonces lo había
                    visto por casualidad  varias  veces, sino a la  edad con que se le quedó en la memoria.
                    Tuvo el temor de que aquella visión fuera un aviso de la muerte, y le dolió. Se atrevió a
                    decirse que tal vez hubiera sido feliz con él, sola con él en aquella casa que ella había
                    restaurado para él con tanto amor como él había restaurado la suya para ella, y la simple
                    suposición la asustó, porque le permitió darse cuenta de los extremos de desdicha a que
                    había llegado. Entonces  apeló a sus  últimas fuerzas  y obligó al marido  a  discutir sin
                    evasivas, a enfrentarse con ella, a pelear con ella, a llorar juntos de rabia por la pérdida
                    del paraíso, hasta que  oyeron cantar  los  últimos  gallos,  y  se hizo la  luz por entre  los
                    encajes del palacio, y se encendió el sol, y el marido abotagado de tanto hablar, agotado
                    de  no dormir, con  el corazón fortalecido de  tanto llorar, se  apretó  los  cordones de  los
                    botines, se apretó el cinturón, se apretó todo lo que todavía le quedaba de hombre, y le
                    dijo que sí, mi amor, que se iban a buscar el amor que se les había perdido en Europa:
                    mañana mismo y para siempre. Fue una decisión tan cierta, que acordó con el Banco del
                    Tesoro, su administrador universal, la liquidación inmediata de la vasta fortuna familiar,
                    desperdigada desde  sus orígenes en toda  clase de  negocios, inversiones y  papeles
                    sagrados y lentos, y de la cual sólo sabía él a ciencia cierta que no era tan desmedida
                    como decía la leyenda: apenas lo justo para no tener que pensar en ella. Lo que fuera,
                    convertido en oro sellado, debía ser girado poco a poco a sus bancos del exterior, hasta
                    que no les quedara a él y a su esposa en esta patria inclemente ni un palmo de tierra
                    donde caerse muertos.
                          Pues Florentino Ariza existía, en efecto, al contrario  de lo que  ella se  había
                    propuesto creer. Estaba en el muelle del transatlántico de Francia cuando ella llegó con el
                    marido y el hijo en el landó 'de los caballos de oro, y los vio bajar como tantas veces los
                    había visto en los actos públicos: perfectos. Iban con el hijo, educado de un modo que ya
                    permitía saber cómo sería de  adulto: tal como fue. Juvenal  Urbino  saludó  a Florentino
                    Ariza con un sombrero alegre: “Nos vamos a la conquista de Flandes”. Fermina Daza le
                    hizo una inclinación de cabeza, y Florentino Ariza se descubrió, hizo una reverencia leve,
                    y ella se fijó en él sin un gesto de compasión por los estragos prematuros de su calvicie.
                    Era él, tal como ella lo veía: la sombra de alguien a quien nunca conoció.
                          Tampoco Florentino Ariza estaba en su mejor momento. Al trabajo cada día más
                    intenso,  a  sus hastíos  de cazador furtivo,  a la calma  chicha de  los años, se  había
                    agregado la crisis final de Tránsito Ariza, cuya memoria había terminado sin recuerdos:
                    casi en blanco. Hasta el punto de que a veces se volvía hacia él, lo veía leyendo en el
                    sillón de  siempre, y le prejuntaba sorprendida: “¿Y tú eres  hijo de quién?”. El le
                    contestaba siempre la verdad, pero ella volvía a interrumpirlo en seguida.
                          -Y dime una cosa, hijo -le preguntaba-: ¿yo quién soy?
                          Había engordado tanto que no podía moverse' y se pasaba el día en la mercería
                    donde  ya no  quedaba nada que vender,  acicalándose desde  que se  levantaba  con los
                    primeros gallos hasta la madrugada del día siguiente, pues dormía muy pocas horas. Se
                    ponía guirnaldas de flores en la cabeza, se pintaba los labios, se empolvaba la cara y los
                    brazos,  y al final le preguntaba  a quien estuviera con  ella cómo había quedado.  Los
                    vecinos  sabían que  esperaba siempre la  misma respuesta:  “Eres  la Cucarachita

                    118  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
   113   114   115   116   117   118   119   120   121   122   123