Page 123 - Amor en tiempor de Colera
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ceremonias inútiles del ritual doméstico, él ni siquiera levantaba la vista del periódico
para contestar: “Cualquier cosa”. Lo decía de verdad, con su modo amable, porqe no
podía concebirse un marido menos despótico. Pero a la hora de comer no podía ser
cualquier cosa, sino justo lo que él quería, y sin la mínima falla: que la carne no supiera
a carne, que el pescado no supiera a pescado, que el cerdo no supiera a sama, que el
pollo no supiera a plumas. Aun cuando no era tiempo de espárragos había que
encontrarlos a cualquier precio, para que él pudiera solazarse en el vapor de su propia
orina fragante. No lo culpaba a él: culpaba a la vida. Pero él era un protagonista
implacable de la vida. Bastaba el tropiezo de una duda para que apartara el plato en la
mesa, diciendo: “Esta comida está hecha sin amor”. En ese sentido lograba estados
fantásticos de inspiración. Alguna vez probó apenas una tisana de manzanilla, y la
devolvió con una sola frase: “Esta vaina sabe a ventana”. Tanto ella como las criadas se
sorprendieron, porque nadie sabía de alguien que se hubiera bebido una ventana
hervida, pero cuando probaron la tisana tratando de entender, entendieron: sabía a
ventana.
Era un marido perfecto: nunca recogía nada del suelo, ni apagaba la luz, ni
cerraba una puerta. En la oscuridad de la mañana, cuando faltaba un botón en la ropa,
ella le oía decir: “Uno necesitaría dos esposas, una para quererla, y otra para que le
pegue los botones”. Todos los días, al primer trago de café, y a la primera cucharada de
sopa humeante, lanzaba un aullido desgarrador que ya no asustaba a nadie, y en seguida
un desahogo: “El día que me largue de esta casa' ya sabrán que ha sido porque me
aburrí de andar siempre con la boca quemada”. Decía que nunca se hacían almuerzos tan
apetitosos y distintos como los días en que él no podía comerlos por haberse tomado un
purgante, y estaba tan convencido de que era una perfidia de la esposa, que terminó por
no purgarse si ella no se purgaba con él.
Hastiada de su incomprensión, ella le pidió un regalo insólito en su cumpleaños:
que hiciera él por un día los oficios domésticos. Él aceptó divertido, y en efecto tomó
posesión de la casa desde el amanecer. Sirvió un desayuno espléndido, pero olvidó que a
ella le caían mal los huevos fritos y no tomaba café con leche. Luego impartió las
instrucciones para el almuerzo de cumpleaños con ocho invitados y dispuso el arreglo de
la casa, y tanto se esforzó por hacer un gobierno mejor que el de ella, que antes del
mediodía tuvo que capitular sin un gesto de vergüenza. Desde el primer momento se dio
cuenta de no tener la menor idea de dónde estaba nada, sobre todo en la cocina, y las
sirvientas le dejaron revolverlo todo para buscar cada cosa, pues también ellas jugaron el
juego. A las diez no se habían tomado decisiones para el almuerzo porque todavía no
estaba terminada la limpieza de la casa ni el arreglo del dormitorio, el baño se quedó sin
lavar, olvidó poner el papel higiénico, cambiar las sábanas, y mandar al cochero a buscar
los hijos, y confundió los oficios de las criadas: ordenó a la cocinera que arreglara las
camas y puso a cocinar a las camareras. A las once, cuando ya estaban a punto de llegar
los invitados, era tal el caos en la casa, que Fermina Daza reasumió el mando, muerta de
risa, pero no con la actitud triunfal que hubiera querido, sino estremecida de compasión
por la inutilidad doméstica del esposo. Él respiró por la herida con el argumento de
siempre: “Al menos no me fue tan mal como te iría a ti tratando de curar enfermos”.
Pero la lección fue útil, y no sólo para él. En el curso de los años ambos llegaron por
distintos caminos a la conclusión sabia de que no era posible vivir juntos de otro modo,
ni amarse de otro modo: nada en este mundo era más difícil que el amor.
En la plenitud de su nueva vida, Fermina Daza veía a Florentino Ariza en diversas
ocasiones públicas, y con tanta más frecuencia cuanto más ascendía él en su trabajo,
pero aprendió a verlo con tanta naturalidad que más de una vez se olvidó de saludarlo
por distracción. Oía hablar de él a menudo, porque en el mundo de los negocios era un
tema constante su escalada cautelosa pero incontenible en la C.F.C. Lo veía mejorar sus
modales, su timidez se decantaba como una cierta lejanía enigmática, le sentaba bien un
ligero aumento de peso, le convenía la lentitud de la edad, y había sabido resolver con
dignidad la calvicie arrasadora. Lo único que siguió desafiando hasta siempre al tiempo y
a la moda fueron sus atuendos sombríos, las levitas anacrónicas, el sombrero único, las
corbatas de cintas de poeta de la mercería de su madre, el paraguas siniestro. Fermina
Gabriel García Márquez 123
El amor en los tiempos del cólera