Page 111 - Amor en tiempor de Colera
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quintos Juegos Florales, convencida de que nadie había participado hasta entonces con
                    un poema tan original. Pero volvió a perder.
                          Estaba furibunda mientras Florentino Ariza la acompañaba a su casa. Por algo que
                    no sabía explicar, tenía la convicción de que la maniobra había sido urdida contra ella por
                    Fermina Daza, para no premiar su poema. Florentino Ariza no le prestó atención. Estaba
                    de un humor sombrío desde la entrega de los  premios, pues no había visto a Fermina
                    Daza en  mucho tiempo, y aquella noche tuvo la  impresión  de  que había sufrido un
                    cambio profundo: por primera vez se le notaba a simple vista su con~ dición de madre.
                    No era una novedad para él, pues sabía que el hijo ya iba a la escuela. Sin embargo, su
                    edad maternal no le había parecido antes tan evidente como aquella noche, tanto por el
                    diámetro de  su  cintura  y su andar un poco  acezante,  como por los escollos de  la voz
                    cuando leyó la lista de los premios.
                          Tratando de documentar sus recuerdos, volvió a hojear los álbumes de los Juegos
                    Florales  mientras  Sara  Noriega preparaba algo de  comer. Vio cromos  de  revistas,
                    postales amarillentas de las que se vendían como recuerdo en los portales, y fue como
                    un repaso fantasmal a la falacia de su propia vida. Hasta entonces lo había sostenido la
                    ficción de  que  el  mundo era el que  pasaba, pasaban las costumbres, la  moda: todo
                    menos ella. Pero aquella noche vio por primera vez de un modo consciente cómo se le
                    estaba pasando la vida a Fermina Daza, y cómo pasaba la suya propia, mientras él no
                    hacía  nada  más que  esperar. Nunca  había  hablado de  ella con  nadie, porque se sabía
                    incapaz de decir el nombre sin que se le notara la palidez de los labios. Pero esa noche,
                    mientras  hojeaba  los álbumes como en  tantas  otras veladas de  tedio  dominical,  Sara
                    Noriega tuvo uno de esos aciertos casuales que helaban la sangre.
                          -Es una puta -dijo.

                          Lo dijo al pasar, viendo un grabado de Fermina Daza disfrazada de pantera negra
                    en un  baile de máscaras, y  no  tuvo que  mencionar a  nadie para  que Florentino Ariza
                    supiera de quién hablaba. Temiendo una revelación que lo perturbara de por vida, éste
                    apresuró una defensa cautelosa. Advirtió que sólo conocía de lejos a Fermina Daza, que
                    nunca habían pasado de los saludos formales y no tenía ninguna noticia de su intimidad,
                    pero daba por cierto que era una mujer admirable, surgida de la nada y enaltecida por
                    sus méritos propios.
                          -Por obra y gracia de un matrimonio de interés con un hombre que no quiere -lo
                    interrumpió Sara Noriega---. Es la manera más baja de ser puta.
                          Con  menos crudeza, pero  con igual rigidez  moral, su  madre le había dicho  lo
                    mismo a Florentino Ariza tratando de consolarlo de sus desventuras. Turbado hasta los
                    tuétanos, no encontró una réplica oportuna para la inclemencia de Sara Noriega, y trató
                    de  fugarse  del tema.  Pero Sara  Noriega no se lo permitió hasta  que  no acabó de
                    desahogarse contra Fermina  Daza. Por un  golpe de intuición que no  hubiera podido
                    explicar, estaba convencida  de que había sido  ella la  autora de la conspiración para
                    escamotearle  el  premio. No  había ninguna  razón para creerlo: no  se conocían,  no  se
                    habían  visto  nunca,  y Fermina Daza no  tenía nada que  ver con las decisiones del
                    concurso,  si bien  estaba al corriente de sus secretos. Sara Noriega dijo de un  modo
                    terminante: “Las mujeres somos adivinas”. Y le puso término a la discusión.
                          Desde  ese momento, Florentino Ariza  la vio  con otros ojos.  También para  ella
                    pasaban los años. Su naturaleza feraz se marchitaba sin gloria, su amor se demoraba en
                    sollozos, y sus párpados empezaban a mostrar la sombra de las viejas amarguras. Era
                    una flor de ayer. Además, en la furia de la derrota había descuidado la  cuenta de sus
                    brandis. No estaba en su noche: mientras comían el arroz de coco recalentado, trató de
                    establecer cuál había sido la contribución de cada uno en el poema derrotado' para saber
                    cuántos pétalos de la Orquídea de Oro les habría correspondido a cada quien. No era la
                    primera vez que se entretenían en torneos bizantinos, pero él aprovechó la ocasión para
                    respirar por la  herida recién  abierta,  y se enredaron en  una disputa mezquina  que  les
                    revolvió a ambos los rencores de casi cinco años de amor dividido.

                                                                              Gabriel García Márquez  111
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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