Page 110 - Amor en tiempor de Colera
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chupón de niño para alcanzar la gloria  plena.  Llegaron a tener  una  ristra  de cuantos
                    tamaños, formas y colores se encontraban en el mercado, y Sara Noriega los colgaba en
                    la cabecera de la cama para  encontrarlos  a ciegas  en sus  momentos de extrema
                    urgencia.
                          Aunque  ella era tan  libre como  él, y tal  vez no se hubiera  opuesto  a  que  sus
                    relaciones  fueran públicas,  Florentino  Ariza las planteó  desde  el principio como una
                    aventura clandestina. Se deslizaba por la puerta de servicio, casi siempre muy tarde en
                    la noche, y escapaba en puntillas poco antes del amanecer. Tanto él como ella sabían
                    que en una casa repartida y populosa como aquella, a fin de cuentas los vecinos debían
                    estar más enterados de lo que fingían. Pero aunque fuera una simple fórmula, Florentino
                    Ariza era así, como lo  iba a  ser con  todas por  el resto de su  vida. Nunca cometió  un
                    error, ni con ella ni con ninguna otra, nunca incurrió en una infidencia. No exageraba:
                    sólo en una ocasión  dejó un rastro  comprometedor o una  evidencia  escrita, y habrían
                    podido costarle la vida. En realidad se comportó siempre como si fuera el esposo eterno
                    de Fermina Daza, un esposo infiel pero tenaz, que luchaba sin tregua por liberarse de su
                    servidumbre, pero sin causarle el disgusto de una traición.

                          Semejante hermetismo no podía prosperar sin equívocos. La propia Tránsito Ariza
                    se murió convencida  de que el hijo concebido por amor  y criado para  el  amor estaba
                    inmunizado contra toda forma de amor por su primera adversidad juvenil. Sin embargo,
                    muchas personas menos  benévolas que  estuvieron  muy  cerca  de él,  que  conocían su
                    carácter misterioso y su afición por los atuendos místicos y las lociones raras, compartían
                    la sospecha de que no era inmune al amor sino a la mujer. Florentino Ariza lo sabía y
                    nunca hizo nada por desmentirlo. Tampoco le preocupó a Sara Noriega. Al igual que las
                    otras mujeres incontables que él amó, y aun las que lo complacían y se complacían con
                    él sin amarlo, lo aceptó como lo que era en realidad: un hombre de paso.
                          Terminó por aparecer en su casa a cualquier hora, sobre todo en las mañanas de
                    los domingos, que eran las más apacibles. Ella abandonaba lo que estuviera  haciendo,
                    fuera  lo que fuera, y se consagraba de  cuerpo entero  a tratar de  hacerlo  feliz en la
                    enorme  cama historiada  que  siempre estuvo dispuesta  para  él, y en la que nunca
                    permitió que se incurriera en formalismos litúrgicos. Florentino Ariza no entendía cómo
                    una  soltera sin pasado podía ser tan  sabia  en asuntos de  hombres,  ni cómo podía
                    manejar su dulce cuerpo de  marsopa con tanta ligereza  y tanta ternura como si se
                    moviera por debajo del agua. Ella se defendía diciendo que el amor, antes que nada, era
                    un talento natural. Decía: “O se nace sabiendo o no se sabe nunca”. Florentino Ariza se
                    retorcía de celos  regresivos  pensando que  tal  vez ella fuera más paseada de lo que
                    fingía, pero tenía que tragárselos enteros, porque también él le decía, como  les dijo a
                    todas, que ella había sido su única amante. Entre otras muchas cosas que le gustaban
                    menos, tuvo que resignarse a tener en la cama al gato enfurecido, al que Sara Noriega le
                    embotaba las garras para que no los despedazara a zarpazos mientras hacían el amor.
                          Sin embargo, casi tanto como retozar en la cama hasta el agotamiento, a ella le
                    gustaba consagrar las fatigas del amor al culto de la poesía. No sólo tenía una memoria
                    asombrosa para los versos sentimentales de su tiempo, cuyas novedades se vendían en
                    folletos callejeros  de  a dos centavos, sino que clavaba  con  alfileres en las paredes  los
                    poemas que más le gustaban, para leerlos de viva voz a cualquier hora. Había hecho una
                    versión en endecasílabos pares de los textos de Urbanidad e Instrucción Cívica, como los
                    que se usaban para la ortografía, pero no pudo conseguir la aprobación oficial. Era tal su
                    arrebato declamatorio que a veces seguía recitando a gritos mientras hacía el amor, y
                    Florentino Ariza tenía que ponerle el chupón en la boca a viva fuerza, como se hacía con
                    los niños para que dejaran de llorar.
                          En la plenitud de sus relaciones, Florentino Ariza se había preguntado cuál de los
                    dos estados sería el amor, el de la cama turbulenta o el de las tardes apacibles de los
                    domingos,  y Sara Noriega  lo  tranquilizó con  el  argumento  sencillo de  que todo lo  que
                    hicieran desnudos era amor. Dijo: “Amor del alma de la cintura para arriba y amor del
                    cuerpo de la cintura para abajo”. Esta definición le pareció buena a Sara Noriega para un
                    poema sobre el amor dividido, que escribieron a cuatro manos, y que ella presentó en los
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                         El amor en los tiempos del cólera
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