Page 100 - Amor en tiempor de Colera
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cosa rara, como si estuvieran viéndonos”. Ella volvió a alborotar la cacatúa con su risa
feliz. Dijo: “Ese pretexto no se lo traga ni la mujer de Jonás”. Tampoco ella, desde luego,
pero lo admitió como bueno, y ambos se amaron durante un largo rato en silencio sin
repetir el amor. A las cinco, todavía con el sol alto, ella saltó de la cama, desnuda hasta
la eternidad y con el lazo de organza en la cabeza, y fue a buscar algo de beber en la
cocina. Pero no alcanzó a dar un paso fuera del dormitorio cuando lanzó un grito de
espanto.
No podía creerlo. Los únicos objetos que quedaban en la casa eran las lámparas
colgadas. Lo demás, los muebles firmados, las alfombras indias, las estatuas y los
gobelinos, las chucherías innumerables de pedrerías y metales preciosos, todo cuanto
había hecho de su casa una de las más gratzis y mejor guarnecidas de la ciudad, todo,
hasta la cacatúa sagrada, todo se había evaporado. Se los llevaron por la terraza del mar
sin perturbar al amor. Sólo quedaban los salones desiertos con las cuatro ventanas
abiertas, y un letrero a brocha gorda en la pared del fondo: Esto les pasa por andar
tirando. El capitán Rosendo de la Rosa no pudo entender nunca por qué Ausencia
Santander no denunció el despojo, ni intentó contacto alguno con los traficantes de cosas
robadas, ni permitió que se volviera a hablar de su desgracia.
Florentino Ariza siguió visitándola en la casa saqueada, cuyo mobiliario se redujo a
tres taburetes de cuero que los ladrones olvidaron en la cocina, y el dormitorio donde
ellos estaban. Pero la visitó con menos frecuencia que antes, no por la desolación de la
casa, como ella suponía y se lo dijo, sino por la novedad del tranvía de mulas a principios
del nuevo siglo, que fue para él un nido pródigo y original de pajaritas sueltas. Lo
tomaba cuatro veces al día, dos para ir a la oficina y dos para regresar a casa, y a veces
mientras leía de veras y la mayoría de las veces fingiendo leer, lograba hacer al menos
los primeros contactos para una cita posterior. Más tarde, cuando el tío León XII puso a
su disposición un coche tirado por dos mulitas pardas de gualdrapas doradas, iguales a
las del presidente Rafael Núñez, había de añorar los tiempos del tranvía como los más
fructíferos de sus andanzas de halconero. Tenía razón: no había peor enemigo de los
amores secretos que un coche esperando en la puerta. Tanto, que casi siempre lo dejaba
escondido en su casa y se iba a pie a sus rondas de altanería, para que no quedaran ni
los surcos de las ruedas en el polvo. Por eso evocaba con tanta nostalgia el viejo tranvía
con sus mulas macilentas, plagadas de peladuras, dentro del cual bastaba una mirada de
sesgo para saber dónde estaba el amor. Sin embargo, en medio de tantos recuerdos
enternecedores, no lograba sortear el de una pajarita desamparada cuyo nombre no
conoció y con la que apenas alcanzó a vivir media noche frenética, pero que había
bastado para amargarle por el resto de la vida los desórdenes inocentes del carnaval.
Le había llamado la atención en el tranvía por la impavidez con que viajaba en
medio del escándalo de la parranda pública. No debía tener más de veinte años, y no
parecía con ánimos de carnaval, a no ser que estuviera disfrazada de inválida: tenía el
cabello muy claro, largo Y liso, suelto al natural sobre los hombros, y una túnica de lienzo
ordinario sin ningún adorno. Era ajena por completo al revoltijo de músicas de las calles,
los puñados de polvos de arroz, los chorros de anilina que les tiraban a los pasajeros al
paso del tranvía, cuyas mulas iban blancas de almidón y con sombreros de flores durante
aquellos tres días de locura. Aprovechándose de la confusión, Florentino Ariza la invitó a
tomar un helado, porque no pensó que diera para más. Ella lo miró sin sorpresa. Dijo:
“Acepto con mucho gusto, pero le advierto que estoy loca”. Él se rió de la ocurrencia, y la
llevó a ver el desfile de carrozas desde el balcón de la heladería. Luego se puso un
capuchón alquilado, y ambos se metieron en la ronda de bailes de la Plaza de la Aduana,
y gozaron juntos como novios acabados de nacer, pues la indiferencia de ella se fue al
extremo contrario con el fragor de la noche: bailaba como una profesional, y era
imaginativa y audaz para la parranda, y de un encanto arrasador.
-No sabes la vaina en que te has metido conmigo -gritaba muerta de risa en la
fiebre del carnaval-. Soy una loca de manicomio.
Para Florentino Ariza, aquella era una noche de regreso a los desmanes cándidos
de la adolescencia, cuando aún no lo había desgraciado el amor. Pero sabía, más por
100 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera