Page 99 - Amor en tiempor de Colera
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y no hubo una sola vez en que ella no estuviera esperándolo. Le abría la puerta como su
madre la crió hasta los siete años: desnuda Por completo, pero con un lazo de organza ~
en la cabeza. No lo dejaba dar un paso mas antes de quitarle la ropa, porque siempre
pensó que era de mala suerte tener un hombre vestido dentro de la casa. Esto fue causa
de discordia constante con el capitán Rosendo de la Rosa, porque él tenía la superstición
de que fumar desnudo era de mal agüero, y a veces Prefería demorar el amor que
apagar su infalible cigarro cubano. En cambio, Florentino Ariza era muy dado a los
encantos de la desnudez, Y ella le quitaba la ropa con un deleite cierto tan Pronto como
cerraba la puerta, sin darle tiempo siquiera de saludarla, ni de quitarse el Sombrero ni
los lentes, besándolo y dejándose besar con besos desgranados, Y soltándole los botones
de abajo hacia'arriba, primero los de la bragueta, uno por uno después de cada beso,
luego la hebilla de] cinturón, y por último el chaleco y la camisa, hasta dejarlo como un
pescado vivo abierto en canal. Después lo sentaba en la sala y le quitaba las botas, le
tiraba de los pantalones por los perniles para quitárselos al mismo tiempo que los
calzoncillos largos hasta los tobillos y por último le desabrochaba las ligas elásticas de las
pantorrillas y le quitaba las medias. Florentino Ariza dejaba entonces de besarla y de
dejarse besar, para hacer lo único que le correspondía en aquella ceremonia puntual.
Soltaba el reloj de leontina de] ojal de] chaleco y se quitaba los lentes, y metía ambas
cosas en las botas para estar seguro de no olvidarlas. Siempre tomó esa precaución,
siempre sin falta, cuando se desnudaba en casa ajena.
No bien acababa de hacerlo cuando ella lo asaltaba sin darle tiempo de nada ya
fuera en el mismo sofá donde acababa de desnudarlo, Y sólo de vez en cuando en la
cama. Se le metía debajo y se apoderaba de todo él para toda ella, encerrada dentro de
sí misma, tanteando con los Ojos cerrados en su absoluta oscuridad interior, avanzando
por aquí, retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible, intentando otra vía más intensa,
Otra forma de andar sin naufragar en la marisma de mucílago que fluía de su vientre,
Preguntándose Y contestándose a sí misma con un zumbido de moscardón en su jerga
nativa dónde estaba ese algo en las tinieblas que sólo ella conocía y ansiaba sólo para
ella, hasta que sucumbía sin esperar a nadie, se desbarrancaba sola en su abismo con
una explosión jubilosa de victoria total que hacía temblar el mundo. Florentino Ariza se
quedaba exhausto, incompleto, flotando en el charco de sudores de ambos, pero con la
impresión de no ser más que un instrumento de gozo. Decía: “Me tratas como si fuera
uno más”.
Ella soltaba Una risa de hembra libre, Y decía: “Al contrario. como si fueras uno
menos”. Pues él quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella con una
voracidad Mezquina, y se le revolvía el orgullo Y salía de la casa con la determinación de
no volver. Pero de pronto despertaba sin causa, con la lucidez tremenda de la soledad en
medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado de Ausencia Santander se le
revelaba como lo que era: una trampa de la felicidad que él aborrecía y anhelaba al
mismo tiempo, pero de la cual era imposible escapar.
Un domingo cualquiera, dos años después de conocerse, lo Primero que ella hizo
cuando él llegó, en vez de desvestirlo, fue quitarle los lentes para besarlo mejor, y de
ese modo SUPO Florentino Aríza que ella,había comenzado a quererlo. A pesar de que se
sintió tan bien desde el primer día en aquella casa que ya amaba como suya, no había
permanecido nunca más de dos horas cada vez, ni nunca se quedó a dormir, y sólo una
vez a comer, porque ella le había hecho una invitación formal. No iba en realidad sino a
lo que iba, llevando siempre el regalo único de una rosa solitaria, y desaparecía hasta la
siguiente ocasión imprevisible. Pero el domingo en que ella le quitó los lentes para
besarlo, en parte por eso, y en parte porque se quedaron dormidos después de un amor
reposado, pasaron la tarde desnudos en la enorme cama del capitán. Al despertar de la
siesta, Florentino Ariza conservaba todavía el recuerdo de los chillidos de la cacatúa,
cuyos cobres estridentes iban en sentido contrario de su belleza. Pero el silencio era
diáfano en el calor de las cuatro, y por la ventana del dormitorio se veía el perfil de la
ciudad antigua con el sol de la tarde en las espaldas, sus cúpulas doradas, su mar en
llamas hasta Jamaica. Ausencia Santander extendió la mano aventurera buscando a
tientas el animal yacente, pero Florentino Ariza se la apartó. Dijo: “Ahora no: siento una
Gabriel García Márquez 99
El amor en los tiempos del cólera