Page 90 - Amor en tiempor de Colera
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El se quedó perplejo. La propuesta original para su tesis de grado había sido esa:
                    la conveniencia de simplificar el organismo humano. Le parecía anticuado, con muchas
                    funciones inútiles o repetidas que  fueron imprescindibles para otras edades del género
                    humano, pero  no  para la  nuestra. Sí: podía ser más  simple  y por lo mismo  menos
                    vulnerable. Concluyó: “Es algo que sólo puede hacer Dios, por supuesto, pero de todos
                    modos sería bueno dejarlo establecido en términos teóricos”. Ella se rió divertida, de un
                    modo tan natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso en
                    la boca. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la
                    nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició
                    el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero mantuvo
                    la suya en estado de alerta, por si él avanzaba un paso más.
                          -No vamos a seguir con la clase de medicina-dijo.
                          -No -dijo él-. Esta va a ser de amor.
                          Entonces  le quitó  la  sábana  de encima, y ella  no  sólo no se opuso, sino  que la
                    mandó lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el calor.
                    Su cuerpo era ondulante y elástico, mucho más serio de lo que parecía vestida, y con un
                    olor propio de  animal de  monte  que  permitía distinguirla  entre todas  las  mujeres del
                    mundo. Indefensa a plena luz, un golpe de sangre hirviendo se le subió a la cara, y lo
                    único que se le ocurrió para disimularlo fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo a
                    fondo, muy fuerte, hasta que se gastaron en el beso todo el aire de respirar.
                          Él era consciente  de que no  la  amaba.  Se había casado porque  le gustaba su
                    altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras
                    ella  lo besaba por  primera  vez  estaba seguro de que no  habría ningún  obstáculo para
                    inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta
                    el amanecer,  ni habían de hablarlo  nunca.  Pero  a  la larga, ninguno de los dos  se
                    equivocó.
                          Al amanecer, cuando se durmieron, ella seguía siendo virgen, pero no habría de
                    serlo por mucho tiempo. La noche siguiente, en efecto, después de que él le enseñó a
                    bailar los valses de Viena bajo el cielo sideral del Caribe, él tuvo que ir al baño después
                    que ella,  y cuando  regresó al  camarote  la encontró  esperándolo desnuda en la cama.
                    Entonces fue ella quien tomó la iniciativa,  y  se le  entregó sin  miedo, sin  dolor, con la
                    alegría de una aventura de alta mar, y sin más vestigios de ceremonia sangrienta que la
                    rosa del honor en la sábana. Ambos lo hicieron bien, casi como un milagro, y siguieron
                    haciéndolo  bien  de noche  y  de día y cada vez  mejor  en el  resto del viaje,  y cuando
                    llegaron a La Rochelle se entendían como amantes antiguos.

                          Permanecieron  dieciséis meses en  Europa,  con  base en París,  y haciendo viajes
                    cortos por los países vecinos. Durante ese tiempo hicieron el amor todos los días, y más
                    de una vez los domingos de invierno, cuando se  quedaban hasta la hora del almuerzo
                    retozando en la cama. Él era un hombre de buenos ímpetus, y además bien entrenado, y
                    ella  no  estaba  hecha para dejarse tomar  ventaja de nadie, de  modo que  tuvieron que
                    conformarse con el poder  compartido en  la  cama. Después  de tres  meses de amores
                    febriles él comprendió que uno de los dos era estéril, y ambos se sometieron a exámenes
                    severos  en el Hospital de  la Salpétriére donde  él había hecho  su  internado. Fue una
                    diligencia  ardua pero  infructuosa.  Sin  embargo cuando  menos lo esperaban, y  sin
                    ninguna  media, acción  científica, ocurrió el  milagro. A fines  del  año siguiente, cuando
                    regresaron a casa, Fermina estaba encinta de seis meses, y se creía la mujer más feliz
                    de la tierra. El hijo tan  deseado por ambos, que nació sin  novedad bajo  el  signo  de
                    Acuario, fue bautizado en honor del abuelo muerto del cólera.
                          Era imposible saber si fue Europa o el amor lo que los hizo distintos, pues las dos
                    cosas ocurrieron al mismo tiempo. Ambos lo eran, y a fondo, no sólo con ellos mismos
                    sino con todo el mundo, como lo percibió Florentino Ariza cuando los vio a la salida de
                    misa dos semanas después del regreso, aquel domingo de su desgracia. Volvieron con
                    una concepción nueva  de la vida,  cargados  de  novedades del mundo, y  listos  para
                    mandar.  Él con las novedades  de la  literatura,  de la música,  y sobre todo las de su
                     90  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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