Page 85 - Amor en tiempor de Colera
P. 85
esparció todo por el piso, hasta que el cuarto quedó tapizado con las últimas piltrafas de
su duelo. Lo hizo con tanto alborozo, y con unas pausas tan bien medidas, que cada
gesto suyo parecía celebrado por los cañonazos de las tropas de asalto, que estremecían
la ciudad hasta los cimientos. Florentino Ariza trató de ayudarla a soltar el broche del
ajustador, pero ella se le anticipó con una maniobra diestra, pues en cinco años de
devoción matrimonial había aprendido a bastarse de sí misma en todos los trámites del
amor, incluso sus preámbulos, sin ayuda de nadie. Por último se quitó los calzones de
encaje, haciéndolos resbalar por las piernas con un movimiento rápido de nadadora, y se
quedó en carne viva.
Tenía veintiocho años y había parido tres veces, pero su desnudez conservaba
intacto el vértigo de soltera. Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas
ropas de penitente habían podido disimular los ímpetus de aquella potranca cerrera que
lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el esposo para que
no la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un solo asalto la abstinencia
férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia de cinco años de fidelidad conyugal.
Antes de esa noche, y desde la hora de gracia en que su madre la parió, no había estado
nunca ni siquiera en la misma cama con un hombre distinto del esposo muerto.
No se permitió el mal gusto de un remordimiento. Al contrario. Desvelada por las
bolas de candela que pasaban zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta el
amanecer las excelencias del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la de haberse
muerto sin ella, y redimida por la certidumbre de que nunca había sido tan suyo como lo
era entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos de tres pulgadas, y a dos
metros debajo de la tierra.
-Soy feliz -dijo- porque sólo ahora sé con seguridad dónde está cuando no está en
la casa.
Aquella noche se quitó el luto, de un solo golpe, sin pasar por el intermedio ocioso
de las blusas de florecitas grises, y su vida se llenó de canciones de amor y trajes
provocativos de guacamayas y mariposas pintadas, y empezó a repartir el cuerpo a todo
el que quisiera pedírselo. Derrotadas las tropas del general Gaitán Obeso, al cabo de
sesenta y tres días de sitio, ella reconstruyó la casa desfondada por el cañonazo, y le
hizo una hermosa terraza de mar sobre las escofieras, donde en tiempos de borrasca se
ensañaba la furia del oleaje. Ese fue su nido de amor, como ella lo llamaba sin ironía,
donde sólo recibió a quien fue de su gusto, cuando quiso y como quiso, y sin cobrar a
nadie ni un cuartillo, porque consideraba que eran los hombres los que le hacían el favor.
En casos muy contados aceptaba un regalo, siempre que no fuera de oro, y era de
manejos tan hábiles que nadie hubiera podido mostrar una evidencia terminante de su
conducta impropia. Sólo en una ocasión estuvo al borde del escándalo público, cuando
corrió el rumor de que el arzobispo Dante de Luna no había muerto por accidente con un
plato de hongos equivocados, sino que se los comió a conciencia, porque ella lo amenazó
con degollarse si él persistía en sus asedios sacrílegos. Nadie le preguntó si era cierto, ni
nunca habló de eso, ni cambió nada en su vida. Era, según ella decía muerta de risa, la
única mujer libre de la provincia.
La viuda de Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni
aun en sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser
amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor,
pero sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su casa, y entonces les
gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la terraza del mar, contemplando
el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él puso todo su empeño en enseñarle las
trapisondas que había visto hacer a otros por los agujeros del hotel de paso, así como las
fórmulas teóricas pregonadas por Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a
dejarse ver mientras hacían el amor, a cambiar la posición convencional del misionero
por la de la bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y
estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de
inventar algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la verdad es que
ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la fornicación
Gabriel García Márquez 85
El amor en los tiempos del cólera