Page 80 - Amor en tiempor de Colera
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Al principio no lo lamentó, pues el caudal del río era abundante en aquella época
                    del año, y el buque navegó sin tropiezos las primeras dos noches. Después de la cena, a
                    las cinco  de  la  tarde, la tripulación  repartía entre los  pasajeros unos  catres plegadizos
                    con fondos de lona, y cada quien abría el suyo donde podía, lo arreglaba con los trapos
                    de su petate y  armaba encima  el mosquitero de punto.  Los que tenían hamacas  las
                    colgaban en el  salón, y los  que no  tenían nada dormían  sobre  las mesas  del comedor
                    arropados con  los  manteles  que no cambiaban más de dos veces durante el  viaje.
                    Florentino A-riza permanecía en vela la mayor parte de la noche, creyendo oír la voz de
                    Fermina  Daza  en la brisa fresca del río, pastoreando la soledad con  su recuerdo,
                    oyéndola cantar en la respiración del buque que avanzaba con pasos de animal grande
                    en las tinieblas, hasta que  aparecían las primeras  franjas rosadas  en  el  horizonte  y el
                    nuevo día reventaba de pronto sobre pastizales desiertos y ciénagas de brumas. El viaje
                    le parecía entonces una prueba más de la sabiduría de su madre, y se sintió con ánimos
                    para sobrevivir al olvido.
                          Al cabo de tres días de buenas aguas, sin embargo, la navegación fue más difícil
                    entre bancos de arena intempestivos y turbulencias engañosas. El río se volvió turbio y
                    fue haciéndose cada vez más estrecho en una selva enmarañada de árboles colosales,
                    donde sólo se encontraba de vez en cuando una choza de paja junto a las pilas de leña
                    para la  caldera de los buques. La  algarabía  de los loros  y  el escándalo de los  micos
                    invisibles parecían aumentar el bochorno del mediodía. Pero de noche había que amarrar
                    el buque para dormir, y entonces se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar
                    vivo. Al calor y los zancudos se agregaba el tufo de las pencas de carne salada puestas a
                    secar  en los  barandales. La mayoría de los  pasajeros, sobre  todo  los  europeos,
                    abandonaban  el pudridero de  los camarotes y se pasaban la noche caminando por  las
                    cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla con que se secaban el
                    sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las picaduras.
                          Además, aquel año había estallado un episodio más de la guerra civil intermitente
                    entre  liberales y conservadores, y  el  capitán había tomado  precauciones muy  severas
                    para el orden interno  y la seguridad de los  pasajeros.  Tratando de evitar  equívocos  y
                    provocaciones, prohibió  la distracción  favorita de los  viajes  de esos tiempos,  que era
                    disparar  contra los caimanes que se  asoleaban  en los  playones. Más adelante,  cuando
                    algunos pasajeros se dividieron en dos bandos enemigos en el curso de una discusión,
                    hizo  decomisar  las  armas de  todos con  el compromiso bajo palabra de  devolverlas  al
                    término del viaje. Fue inflexible inclusive con el  ministro británico, que desde  el día
                    siguiente de la partida amaneció vestido de cazador, con una carabina de precisión y una
                    escopeta de dos cañones para  matar tigres. Las  restricciones se  hicieron aún  más
                    drásticas  arriba del puerto de  Tenerife, donde se  cruzaron  con un  buque  que  llevaba
                    enarbolada la bandera amarilla de la  peste.  El  capitán no pudo  obtener ninguna
                    información sobre aquel  signo  alarmante, porque  el otro buque no respondió a sus
                    señales.  Pero ese mismo  día  encontraron  otro que  estaba  cargando ganado para
                    Jamaica, y éste informó que el buque con la bandera de la peste llevaba dos enfermos de
                    cólera, y  que  la epidemia estaba  haciendo estragos en el  trayecto del río que  aún les
                    faltaba por navegar. Entonces se prohibió a los pasajeros abandonar el buque no sólo en
                    los puertos siguientes, sino  aun  en  los lugares despoblados  donde arrimaba a cargar
                    leña. De modo que el resto del viaje hasta el puerto final, que duró otros seis días, los
                    pasajeros contrajeron hábitos carcelarios. Entre éstos, la contemplación perniciosa de un
                    paquete de postales pornográficas holandesas  que  circuló de  mano  en  mano  sin  que
                    nadie supiera de dónde habían salido, aunque ningún veterano del río ignoraba que eran
                    apenas un muestrario de la colección legendaria del capitán. Pero hasta esa distracción
                    sin porvenir terminó por aumentar el hastío.
                          Florentino  Ariza soportó los rigores del  viaje con la  paciencia  mineral que
                    desconsolaba a su madre y exasperaba a sus amigos. No alternó con nadie. Los días se
                    le hacían fáciles sentado frente al barandal, viendo a los caimanes inmóviles asoleándose
                    en los playones con las fauces abiertas para atrapar mariposas, viendo las bandadas de
                    garzas asustadas que  se alzaban  de pronto  en los pantanos, los manatíes que
                    amamantaban sus crías con sus grandes tetas maternales y sorprendían a los pasajeros
                     80  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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