Page 75 - Amor en tiempor de Colera
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Cuando ella se levantaba, ya él se había ido a sus negocios. Pocas veces faltaba al rito
                    del almuerzo,  aunque casi nunca  comía,  pues le  bastaba  con los  aperitivos y los
                    entremeses gallegos del Café de la Parroquia. Tampoco cenaba: le dejaban su ración en
                    la mesa, toda en un solo plato y tapada con otro, aunque sabían que él no se la comería
                    hasta el día siguiente recalentada en el desayuno. Una vez por semana le daba a la hija
                    el dinero de los gastos, que él calculaba muy bien y que ella administraba con rigor, pero
                    atendía con gusto cualquier pedido que ella le hiciera para gastos imprevistos. Nunca le
                    regateaba un cuartillo, nunca le pedía cuentas, pero ella se comportaba como si tuviera
                    que rendirlas ante el tribunal del Santo Oficio. Nunca le había hablado de la índole y el
                    estado de sus negocios, ni nunca la había llevado a conocer sus oficinas del puerto, que
                    estaban en  un sitio  vedado  a señoritas  decentes  aunque fueran  acompañadas por sus
                    padres. Lorenzo Daza no llegaba a su casa antes de las diez de la noche, que era la hora
                    de la queda en las épocas menos críticas de las guerras. Permanecía hasta entonces en
                    el Café de la Parroquia, jugando lo que fuera, porque era especialista en todos los juegos
                    de salón,  y además  buen  maestro. Siempre llegó a su casa en  su  sano juicio,  sin
                    despertar a la hija, a pesar  de que  se tomaba el primer anisado al despertar y seguía
                    masticando el cabo del tabaco apagado y bebiendo copas espaciadas durante el día. Una
                    noche, sin embargo, Fermina lo sintió entrar. Oyó sus pasos de cosaco en las escaleras,
                    su resuello enorme en el corredor del segundo piso, sus golpes con la palma-de la mano
                    en la puerta del dormitorio. Ella le abrió, y por primera vez se asustó con su ojo torcido y
                    el entorpecimiento de sus palabras.
                          -Estamos en la ruina -dijo él-. Ruina total, ya lo sabes.
                          Fue todo lo que dijo, y nunca más lo volvió a decir ni sucedió nada que indicara si
                    había dicho la verdad, pero después de aquella noche Fermina Daza tomó conciencia de
                    que estaba  sola en el mundo. Vivía en un limbo social. Sus antiguas  compañeras de
                    colegio estaban en un cielo prohibido para ella, y mucho más después de la deshonra de
                    la expulsión, pero tampoco era vecina de sus vecinos, porque éstos la habían conocido
                    sin pasado y con el uniforme de la Presentación de la Santísima Virgen. El mundo de su
                    padre era de traficantes y estibadores, de refugiados de guerras en la guarida pública del
                    Café de la Parroquia, de hombres solos. En el último año, las clases de pintura la habían
                    aliviado un poco de su reclusión, porque la maestra prefería las clases colectivas y solía
                    llevar  a otras alumnas  al  costurero. Pero eran muchachas de  condiciones  sociales
                    dispersas y mal definidas, y para Fermina Daza no eran más que amigas prestadas cuyo
                    afecto terminaba con cada clase. Hildebranda quería  abrir  la casa,  ventilarla, traer los
                    músicos  y los cohetes  y castillos  de pólvora de su padre  y hacer un baile de carnaval
                    cuyos venntarrones arrasaran con el ánimo apolillado de la prima, pero muy pronto se
                    dio cuenta de que sus propósitos eran inútiles. Por una razón simple: no había con quién.
                          En todo caso, fue ella  quien la puso en  la  vida. Por las  tardes,  después  de las
                    clases de pintura, se  hacía llevar a  la  calle  para conocer la  ciudad. Fermina Daza  le
                    enseñó el camino que hacía a diario con la tía Escolástica, el escaño del parquecito donde
                    Florentino Ariza fingía  leer para  esperarla, las callejuelas  por  donde la seguía, los
                    escondrijos de las cartas, el palacio siniestro donde estuvo la cárcel del Santo Oficio, y
                    que  luego había  sido restaurado y  convertido en el  colegio de  la Presentación  de la
                    Santísima Virgen, que ella odiaba con toda su alma. Subieron a la colina del cementerio
                    de los pobres, donde Florentino Ariza tocaba el violín según el rumbo de los vientos para
                    que  ella  lo escuchara en la cama,  y  desde allí  vieron entera la  ciudad histórica,  los
                    tejados rotos  y los  muros  carcomidos, los escombros de las  fortalezas entre los
                    matorrales, el reguero de islas de la bahía, las barracas  de miseria  alrededor  de las
                    ciénagas, el Caribe inmenso.
                          La noche de Navidad fueron a la misa del gallo en la catedral. Fermina ocupó el
                    lugar donde le llegaba mejor la música confidencial de Florentino Ariza, y le mostró a su
                    prima el sitio exacto en que una noche como aquella había visto de cerca por primera vez
                    sus ojos espantados. Se arriesgaron solas hasta el Portal de los Escribanos, compraron
                    dulces, se entretuvieron en la tienda de papeles de fantasía, y Fermina Daza le señaló a
                    la prima el lugar en que descubrió de golpe que su amor no era más que un espejismo.

                                                                              Gabriel García Márquez  75
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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