Page 71 - Amor en tiempor de Colera
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sido recibidas. Además, ambas estaban selladas con el monograma de lacre, y escritas
                    con los garabatos crípticos que ya Fermina Daza conocía: letra de médico. Ambas decían
                    en sustancia lo mismo que la primera,  y estaban concebidas con el mismo espíritu de
                    sumisión, pero en el fondo de su decencia empezaba a vislumbrarse una ansiedad que
                    nunca  fue evidente  en  las  cartas de parsimonia de  Florentino Ariza.  Fermina  Daza las
                    leyó tan  pronto como fueron  entregadas,  con  dos semanas  de  diferencia, y sin
                    explicárselo a sí misma cambió de parecer cuando estaba a punto de echarlas al fuego.
                    Sin embargo, nunca pensó en contestarlas.
                          La tercera carta de octubre había sido deslizada por debajo del portón, y en todo
                    era distinta de las anteriores. La escritura era tan pueril, que sin duda había sido hecha
                    con la mano izquierda, pero Fermina Daza no cayó en la cuenta de eso sino cuando el
                    texto mismo se reveló como un anónimo infame. Quien lo había escrito daba por hecho
                    que  Fermina Daza había  encantado con  sus  filtros al doctor Juvenal  Urbino, y de  esa
                    suposición sacaba conclusiones siniestras. Terminaba con una amenaza: si Fermina Daza
                    no renunciaba a su pretensión de alzarse con el hombre más codiciado de la ciudad, sería
                    expuesta a la vergüenza pública.

                          Se sintió víctima de una injusticia grave, pero su reacción no fue vindicativa, sino
                    todo lo contrario:  habría querido descubrir  al autor del  anónimo para  disuadirlo  de su
                    error con cuantas explicaciones fueran pertinentes, pues se sentía segura de que nunca,
                    por  ningún motivo, sería sensible  a los requiebros de juvenal  Urbino. En los  días
                    siguientes recibió otras dos cartas sin firma, tan pérfidas como la primera, pero ninguna
                    de las tres parecía escrita por la misma persona. O bien era víctima de una conjura, o la
                    falsa versión de sus amores secretos había ido más lejos de lo que podía suponerse. Le
                    inquietaba la idea de que todo aquello fuera consecuencia de una simple indiscreción de
                    Juvenal Urbino. Se le ocurrió que tal vez era un hombre distinto de su apariencia digna,
                    que tal vez se le iba  la lengua en las visitas y hacía alarde de conquistas imaginarias,
                    como tantos otros de su clase. Pensó escribirle para reprocharle el ultraje de su honra,
                    pero luego  desistió del propósito, porque quizás fuera  eso lo que  él quisiera.  Trató de
                    informarse por las amigas que iban a pintar con ella en el costurero, pero lo único que
                    ellas habían oído eran comentarios benignos sobre la serenata de piano solo. Se sintió
                    furiosa, impotente, humillada. Al contrario del principio, cuando hubiera querido
                    encontrarse con el enemigo invisible para convencerlo de sus errores, ahora sólo quería
                    hacerlo picadillo con las tijeras de podar. Pasaba las noches en claro, analizando detalles
                    y expresiones de las cartas anónimas, con la ilusión de encontrar una pista de consuelo.
                    Fue una ilusión vana: Fermina Daza era ajena por naturaleza al mundo interior de los
                    Urbino de la Calle, y tenía armas para defenderse de sus buenas artes, pero no de las
                    malas.
                          Esta convicción se hizo aún más amarga después del pavor de la muñeca negra
                    que  le  llegó  por  aquellos días sin ninguna  carta,  pero cuyo origen le  pareció fácil  de
                    imaginar: sólo el doctor Juvenal Urbino podía haberla mandado. Había sido comprada en
                    la Martinica,  de acuerdo  con la etiqueta original,  y llevaba un  vestido  primoroso  y los
                    cabellos rizados  con  filamentos de  oro,  y cerraba los ojos  al ser  acostada.  A Fermina
                    Daza le  pareció tan divertida  que se sobrepuso a sus  escrúpulos, y  la acostaba  en su
                    almohada durante el día. Se acostumbró  a dormir con  ella. Al cabo  de un tiempo, sin
                    embargo, después de un sueño agotador, descubrió que la muñeca estaba creciendo: la
                    preciosa ropa original que llegó con ella le dejaba los muslos al descubierto, y los zapatos
                    se  habían  reventado  por la presión de  los  pies.  Fermina Daza había oído hablar de
                    maleficios  africanos,  pero ninguno tan  pavoroso como ese.  Por  otra parte, no podía
                    concebir que un hombre como Juvenal Urbino fuera capaz de semejante atrocidad. Tenía
                    razón: la muñeca no  había  sido llevada por el  cochero,  sino por un vendedor  de
                    camarones  ocasional, del cual  nadie  había podido  dar  una razón cierta. Tratando de
                    descifrar el enigma, Fermina  Daza pensó por un  momento en Florentino Ariza, cuya
                    condición sombría la asustaba, pero la vida se encargó de convencerla de su error. Nunca
                    se esclareció el misterio y su simple evocación le causaba un estremecimiento de pavor
                    hasta mucho después de que se casó, y tuvo hijos, y se creyó la elegida del destino: la
                    más feliz.
                                                                              Gabriel García Márquez  71
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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