Page 68 - Amor en tiempor de Colera
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-La música es importante para la salud -dijo
Lo creía de veras, y ella iba a saber muy pronto y por el resto de su vida que el
tema de la música era casi una fórmula mágica que él usaba para proponer una amistad,
pero en aquel momento lo interpretó como una burla. Además, las dos amigas que
habían fingido pintar mientras ellos conversaban en la ventana emitieron unas risitas de
ratas y se taparon la cara con los bastidores, y esto acabó de ofuscar a Fermina Daza.
Ciega de furia cerró la ventana con golpe seco. El médico, perplejo frente a los visillos de
encaje, trató de encontrar el camino del portón, pero se equivocó de rumbo, y en su
turbación tropezó con la jaula de los cuervos perfumados. Éstos lanzaron un chillido
sórdido, aletearon asustados, y las ropas del médico quedaron impregnadas de una
fragancia de mujer. El trueno de la voz de Lorenzo Daza lo fijó en su sitio.
-Doctor: espéreme ahí.
Lo había visto todo desde el piso alto y bajaba las escaleras abotonándose la
camisa, hinchado y cárdeno, y todavía con las patillas alborotadas por un mal sueño de la
siesta. El médico intentó sobreponerse al bochorno.
-Le he dicho a su hija que está como una rosa.
-Así es -dijo Lorenzo Daza---, pero con demasiadas espinas.
Pasó junto al doctor Urbino sin saludarlo. Empujó las dos puertas de la ventana del
costurero y le ordenó a la hija con un grito cerril:
-Ven a darle excusas al doctor.
El médico trató de terciar para impedirlo, pero Lorenzo Daza no le prestó atención.
Insistió: “Apúrate”. Ella miró a las amigas con una súplica recóndita de comprensión, y le
replicó a su padre que no tenía de qué excusarse, pues sólo había cerrado la ventana
para impedir que siguiera entrando el sol. El doctor Urbino trató de dar por buenas sus
razones, pero Lorenzo Daza persistió en la orden.
Entonces Fermina Daza volvió a la ventana, pálida de rabia, y adelantando el pie
derecho mientras se alzaba la falda con la punta de los dedos, le hizo al médico una
reverencia teatral.
-Le doy mis más rendidas excusas, caballero -dijo.
El doctor Juvenal Urbino la imitó de buen humor, haciendo con su sombrero de
copa alta una gracia de mosquetero, pero no consiguió la sonrisa de piedad que
esperaba. Lorenzo Daza lo invitó luego a tomar en la oficina un café de desagravio, y él
aceptó complacido, para que no hubiera duda alguna de que no le quedaba en el alma ni
un rescoldo de resentimiento.
La verdad era que el doctor Juvenal Urbino no tomaba café, salvo una taza en
ayunas. Tampoco tomaba alcohol, salvo una copa de vino con las comidas en ocasiones
solemnes, pero no sólo se bebió el café que le ofreció Lorenzo Daza, sino que aceptó
además una copa de anisado. Luego aceptó otro café con otra copa, y después otra y
otra, a pesar de que aún tenía algunas visitas pendientes. Al principio escuchó con
atención las disculpas que Lorenzo Daza seguía dándole en nombre de su hija, a quien
definió como una niña inteligente y seria, digna de un príncipe de aquí o de cualquier
parte, y cuyo único defecto, según dijo, era su carácter de mula. Pero después de la
segunda copa creyó oír la voz de Fermina Daza en el fondo del patio, y su imaginación se
fue detrás de ella, la persiguió por la noche reciente de la casa mientras encendía las
luces del corredor, fumigaba los dormitorios con la bomba de insecticida, destapaba en el
fogón la olla de la sopa que iba a tomarse esa noche con su padre, él y ella solos en la
mesa, sin levantar la vista, sin sorber la sopa para no romper el encanto del rencor,
hasta que él tuviera que rendirse y pedirle perdón por su rigor de esta tarde.
El doctor Urbino conocía bastante a las mujeres para darse cuenta de que Fermina
Daza no pasaría por la oficina mientras él no se fuera, pero se demoraba de todos
modos, porque sentía que el orgullo herido no lo dejaría vivir en paz después de las
68 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera