Page 65 - Amor en tiempor de Colera
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escrito para  saber que la  firma  fue puesta  con el último aliento. De acuerdo con sus
                    disposiciones, el cuerpo ceniciento se confundió en el cementerio común, y no fue visto
                    por nadie que lo amara.
                          El doctor Juvenal Urbino recibió el telegrama tres días después en París, durante
                    una cena de amigos, e hizo un brindis con champaña por la memoria de su padre. Dijo:
                    “Era un hombre bueno”. Más tarde había de reprocharse a sí mismo su falta de madurez:
                    eludía la realidad para no llorar. Pero tres semanas después recibió una copia de la carta
                    póstuma, y entonces se rindió a la verdad. De un golpe se le reveló a fondo la imagen del
                    hombre al que había conocido antes que a otro ninguno, que lo había criado e instruido y
                    había dormido y fornicado treinta y dos años con su madre, y sin embargo, nunca antes
                    de  esa carta  se le  había  mostrado tal  como  era en cuerpo  y  alma, por pura y  simple
                    timidez. Hasta  entonces,  el doctor Juvenal Urbino  y  su  familia  habían  concebido  la
                    muerte como un percance  que les  ocurría  a  los  otros, a los padres de los otros, a los
                    hermanos y los cónyuges ajenos, pero no a los suyos. Eran gentes de vidas lentas, a las
                    cuales no se les  veía  volverse  viejas,  ni  enfermarse ni  morir, sino  que iban
                    desvaneciéndose poco a poco  en su  tiempo, volviéndose  recuerdos, brumas  de  otra
                    época,  hasta que los  asimilaba  el  olvido. La carta póstuma  de su padre, más que  el
                    telegrama con la mala noticia, lo mandó de bruces contra la certidumbre de la muerte. Y
                    sin embargo, uno de sus recuerdos más antiguos, quizás a los nueve años, a los once
                    años quizás, era en cierto modo una señal prematura de la muerte a través de su padre.
                    Ambos se  habían quedado  en  la  oficina  de la casa  una  tarde de  lluvias, él  dibujando
                    alondras  y girasoles con tizas de colores en las baldosas del piso, y su padre leyendo
                    contra el resplandor de la ventana, con el chaleco desabotonado y ligas de caucho en las
                    mangas de la camisa. De pronto interrumpió la lectura para rascarse la espalda con un
                    rascador de mango largo que tenía una manita de plata en el extremo. Como no pudo, le
                    pidió al hijo que lo rascara con sus uñas, y él lo hizo con la rara sensación de no sentir su
                    propio cuerpo al ser rascado. Al final su padre lo miró por encima del hombro con una
                    sonrisa triste.
                          -Si yo me muero ahora -le dijo- apenas si te acordarás de mí cuando tengas mi
                    edad.
                          Lo dijo sin ningún motivo visible, y el ángel de la muerte flotó un instante en la
                    penumbra fresca de  la oficina, y  volvió  a salir por  la  ventana dejando  a su  paso  un
                    reguero de plumas, pero el niño no las  vio. Habían pasado  más  de  veinte  años desde
                    entonces  y Juvenal Urbino  iba  a tener muy pronto la edad que había  tenido su  padre
                    aquella tarde. Se sabía idéntico a él, y a la conciencia de serlo se había sumado ahora la
                    conciencia sobrecogedora de ser tan mortal como él.

                          El cólera  se le  convirtió en  una obsesión.  No sabía de  él  mucho  más  de  lo
                    aprendido  de  rutina  en algún  curso marginal,  y le había parecido inverosímil que  sólo
                    treinta años antes hubiera causado en Francia, inclusive en París, más de ciento cuarenta
                    mil  muertos. Pero después de la  muerte de su  padre  aprendió  todo cuanto  se podía
                    aprender sobre las diversas formas del cólera, casi como una penitencia para apaciguar
                    su memoria, y fue alumno del epidemiólogo más destacado de su tiempo y creador de los
                    cordones sanitarios, el profesor Adrien Proust, padre del grande novelista. De modo que
                    cuando volvió a su tierra y sintió desde el mar la pestilencia del mercado, y vio las ratas
                    en los albañales y los niños revolcándose desnudos en los charcos de las calles, no sólo
                    comprendió  que la  desgracia hubiera  ocurrido, sino que  tuvo la  certeza de  que iba a
                    repetirse en cualquier momento.
                          No pasó  mucho tiempo. Antes  de  un  año,  sus  alumnos del Hospital de  la
                    Misericordia le pidieron que los ayudara con un enfermo de caridad que tenía una rara
                    coloración azul en todo el cuerpo. Al doctor Juvenal Urbino le bastó con verlo desde la
                    puerta para reconocer al enemigo. Pero hubo suerte: el enfermo había llegado tres días
                    antes en una  goleta de Curazao y había ido a la consulta externa del hospital por sus
                    propios medios, y no parecía probable que hubiera contagiado a nadie. En todo caso, el
                    doctor Juvenal  Urbino  previno a sus colegas, consiguió  que las  autoridades dieran  la
                    alarma  a los puertos vecinos para que  se localizara y se pusiera  en cuarentena  a la
                                                                              Gabriel García Márquez  65
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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