Page 67 - Amor en tiempor de Colera
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Así que volvió a las cinco de la tarde, de acuerdo con la indicación de la criada ' y
Lorenzo Daza en persona le abrió el portón y lo condujo hasta el dormitorio de la hija.
Permaneció sentado en la penumbra del rincón, con los brazos cruzados y haciendo
esfuerzos vanos por dominar la respiración farragosa, mientras duró el examen. No era
fácil saber quién estaba más cohibido, si el médico con su tacto púdico o la enferma con
su recato de virgen dentro del camisón de seda, pero ninguno miró al otro a los ojos,
sino que él preguntaba con voz impersonal y ella respondía con voz trémula, ambos
pendientes del hombre sentado en la penumbra. Al final ` el doctor Juvenal Urbino le
pidió a la enferma que se sentara, y le abrió la camisa de dormir hasta la cintura con un
cuidado exquisito: el pecho intacto y altivo, de pezones infantiles, resplandeció un
instante como un fogonazo en las sombras de la alcoba, antes de que ella se apresurara
a ocultarlo con los brazos cruzados. Imperturbable, el médico le apartó los brazos sin
mirarla, y le hizo la auscultación directa con la oreja contra la piel, primero el pecho y
luego la espalda.
El doctor Juvenal Urbino solía contar que no experimentó ninguna emoción cuando
conoció a la mujer con quien había de vivir hasta el día de la muerte. Recordaba el
camisón celeste con bordes de encaje, los ojos febriles, el largo cabello suelto sobre los
hombros, pero estaba tan obnubilado por la irrupción de la peste en el recinto colonial,
que no se fijó en nada de lo mucho que ella tenía de adolescente floral, sino en lo más
ínfimo que pudiera tener de apestada. Ella fue más explícita: el joven médico de quien
tanto había oído hablar a propósito del cólera le pareció un pedante incapaz de querer a
nadie distinto de sí mismo. El diagnóstico fue una infección intestinal de origen
alimenticio que cedió con un tratamiento casero de tres días. Aliviado con la
comprobación de que la hija no había contraído el cólera, Lorenzo Daza acompañó al
doctor Juvenal Urbino hasta el estribo del coche, le pagó el peso oro de la visita que le
pareció excesivo aun para un médico de ricos, pero lo despidió con muestras
inmoderadas de gratitud. Estaba deslumbrado por el resplandor de sus apellidos, y no
sólo no lo disimulaba, sino que hubiera hecho cualquier cosa para verlo otra vez, y en
circunstancias menos formales.
El caso debió darse por terminado. Sin embargo, el martes de la semana
siguiente, sin ser llamado y sin anuncio alguno, el doctor Juvenal Urbino volvió a la casa
a la hora inoportuna de las tres de la tarde. Fermina Daza estaba en el costurero,
tomando una lección de pintura al óleo junto con dos amigas, cuando él apareció en la
ventana con la levita blanca, intachable, y el sombrero también blanco, de copa alta, y le
hizo una seña de que se acercara. Ella puso el bastidor en la silla y se dirigió a la ventana
caminando en puntas de pies con la falda de volantes alzada hasta los tobillos para
impedir que arrastrara. Llevaba una diadema con un dije que le colgaba en la frente,
cuya piedra luminosa tenía el mismo color esquivo de sus ojos, y todo en ella exhalaba
un aura de frescura. Al médico le llamó la atención que se vistiera para pintar en casa
como si fuera para una fiesta. Le tomó el pulso desde el exterior de la ventana, le hizo
sacar la lengua, le examinó la garganta con una espátula de aluminio, le miró por dentro
el párpado inferior, y cada vez hizo un gesto aprobatorio. Estaba menos cohibido que en
la visita anterior, pero ella LO estaba más porque no entendía la razón de aquel examen
imprevisto, si él mismo había dicho que no volvería a menos que lo llamaran por alguna
novedad. Más aún: no quería volver a verlo jamás. Cuando terminó el examen, el médico
guardó la espátula en el maletín atiborrado de instrumentos y frascos de medicinas, y lo
cerró con un golpe seco.
-Está como una rosa recién nacida -dijo él.
-Gracias.
-A Dios -dijo él, y citó mal a Santo Tomás-: Recuerde que todo lo que es bueno,
venga de donde viniere, proviene del Espíritu Santo. ¿Le gusta la música?
Lo preguntó con una sonrisa encantadora, de un modo casual, pero ella no le
correspondió.
-¿A qué viene la pregunta? -preguntó a su vez.
Gabriel García Márquez 67
El amor en los tiempos del cólera