Page 62 - Amor en tiempor de Colera
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otras estaban  rotas, en  la vasta escalera  con barandales  de  cobre  que  conducía a las
                    estancias principales. Su padre, un médico más abnegado que eminente, había muerto
                    en la epidemia de cólera asiático que asoló a la población seis años antes, y con él había
                    muerto el espíritu de la casa. Doña Blanca, la madre, sofocada por un luto previsto para
                    ser eterno, había sustituido con novenarios vespertinos las célebres veladas líricas y los
                    conciertos de cámara del marido muerto. Las dos hermanas, contra sus gracias naturales
                    y su vocación festiva, eran carne de convento.
                          El doctor Juvenal Urbino no durmió ni un instante la noche de su llegada, asustado
                    por la oscuridad y el silencio, y rezó tres rosarios al Espíritu Santo y cuantas oraciones
                    recordaba para  conjurar  calamidades y naufragios y toda  clase de acechanzas  de  la
                    noche, mientras un alcaraván que se metió por la puerta mal cerrada cantaba cada hora,
                    a la hora en punto, dentro del dormitorio. Lo atormentaron los gritos alucinados de las
                    locas en el vecino manicomio de la Divina Pastora, la gota inclemente del tinajero en el
                    lebrillo cuya resonancia colmaba el ámbito de la casa, los pasos zancudos del alcaraván
                    perdido en el  dormitorio, su miedo congénito a la oscuridad, la presencia invisible del
                    padre muerto en la vasta mansión dormida. Cuando el alcaraván cantó las cinco, junto
                    con los gallos del vecindario, el doctor Juvenal Urbino se encomendó en cuerpo y alma a
                    la Divina Providencia, porque no se sentía con ánimos para vivir un día más en su patria
                    de escombros. Sin embargo,  el afecto de los suyos,  los domingos campestres,  los
                    halagos codiciosos de las solteras de su clase terminaron por mitigar las amarguras de la
                    primera impresión. Fue habituándose poco  a poco  a los  bochornos de  octubre, a los
                    olores excesivos, a los juicios prematuros de sus amigos, al mañana veremos, doctor, no
                    se preocupe, hasta que terminó por rendirse a los hechizos de la costumbre. No tardó en
                    concebir una justificación fácil para su abandono. Aquel era su mundo, se dijo, el mundo
                    triste y opresivo que Dios le había deparado, y a él se debía.

                          Lo primero que hizo fue tomar posesión del consultorio de su padre. Conservó en
                    su sitio los muebles ingleses, duros y serios, cuyas maderas suspiraban con los hielos del
                    amanecer, pero mandó para el desván los tratados de la ciencia virreinal y de la medicina
                    romántica, y puso en los anaqueles vidriados los de  la nueva escuela de  Francia.
                    Descolgó los cromos descoloridos, salvo  el  del médico disputándole a la  muerte una
                    enferma  desnuda, y el juramento  hipocrático impreso en  letras góticas,  y  colgó  en  su
                    lugar, junto al diploma único de  su padre, los  muchos y muy  variados que él  había
                    obtenido con calificaciones óptimas en distintas escuelas de Europa.
                          Trató de imponer criterios novedosos en el Hospital de la Misericordia, pero no le
                    fue tan fácil como le había parecido en sus entusiasmos juveniles, pues la rancia casa de
                    salud se empecinaba en sus supersticiones atávicas, como la de poner las patas de las
                    camas en potes con agua para impedir que se subieran las enfermedades, o la de exigir
                    ropa de etiqueta y guantes de gamuza en la sala de cirugía, porque se daba por sentado
                    que  la  elegancia  era  una  condición  esencial  de la asepsia. No podían soportar que  el
                    joven recién llegado saboreara la orina  del  enfermo para descubrir la  presencia  de
                    azúcar, que citara a Charcot y a Trousseau como si fueran sus compañeros de cuarto,
                    que hacía en clase severas advertencias sobre los riesgos mortales de las vacunas y en
                    cambio tenía una fe sospechosa en el nuevo invento de los supositorios. Tropezaba con
                    todo: su espíritu renovador, su civismo maniático, su sentido del humor retardado en una
                    tierra de guasones inmortales, todo lo que era en realidad sus virtudes más apreciables
                    suscitaba el recelo de sus colegas mayores y las burlas solapadas de los jóvenes.
                          Su obsesión era el peligroso estado sanitario de la ciudad. Apeló a las instancias
                    más altas para  que  cegaran los  albañales  españoles, que  eran un inmenso vivero de
                    ratas,  y se construyeran  en su lugar  alcantarillas cerradas cuyos desechos no
                    desembocaran en la ensenada del mercado, como ocurría desde siempre, sino en algún
                    vertedero distante. Las casas coloniales bien dotadas tenían letrinas con pozas sépticas,
                    pero las dos  terceras  partes de la población hacinada  en barracas a la  orilla de  las
                    ciénagas hacía sus necesidades al aire libre. Las heces se secaban al sol, se convertían
                    en polvo, y eran respiradas por todos con regocijos de pascua en las frescas y venturosas
                    brisas de  diciembre. El doctor juvenal  Urbino trató de imponer  en  el  Cabildo  un  curso

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                         El amor en los tiempos del cólera
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