Page 61 - Amor en tiempor de Colera
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un minuto de su tiempo. Volvió más atildado que cuando se fue, más dueño de su índole,
                    y ninguno de sus compañeros de generación parecía tan severo y tan sabio como él en
                    su  ciencia, pero  tampoco  había  ninguno que bailara  mejor la música de moda  ni
                    improvisara mejor en el piano. Seducidas por sus gracias personales y por la certidumbre
                    de  su fortuna  familiar,  las muchachas  de su  medio hacían rifas  secretas para jugar  a
                    quedarse con  él,  y él  jugaba también a quedarse con  ellas, pero  logró  mantenerse en
                    estado de gracia, intacto y tentador, hasta que sucumbió sin resistencia a los encantos
                    plebeyos de Fermina Daza.
                          Le gustaba decir que aquel amor había sido el fruto de una equivocación clínica. Él
                    mismo  no podía creer que hubiera ocurrido, y menos  en aquel  momento  de  su vida,
                    cuando todas sus reservas pasionales estaban concentradas en la suerte de su ciudad, de
                    la cual había dicho con demasiada frecuencia y sin pensarlo dos veces que no había otra
                    igual en el mundo. En París, paseando del brazo de una novia casual en un otoño tardío,
                    le parecía imposible concebir una dicha más pura que la de aquellas tardes doradas, con
                    el olor montuno de  las  castañas  en los braseros,  los  acordeones lánguidos,  los
                    enamorados insaciables que no acababan de besarse nunca en las terrazas abiertas, y sin
                    embargo, él se había dicho con la mano en el corazón que no estaba dispuesto a cambiar
                    por todo eso un solo instante de su Caribe en abril. Era todavía demasiado joven para
                    saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y
                    que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado. Pero cuando volvió a ver desde
                    la baranda del  barco el  promontorio blanco  del  barrio colonial, los gallinazos inmóviles
                    sobre los tejados, las ropas de pobres tendidas a secar en los balcones, sólo entonces
                    comprendió hasta qué punto había sido una víctima fácil de las trampas caritativas de la
                    nostalgia.
                          El barco se abrió paso  en la  bahía  a través  de una colcha  flotante  de  animales
                    ahogados, y la mayoría de los pasajeros se refugiaron en los camarotes huyendo de la
                    pestilencia. El joven médico bajó por la pasarela vestido de alpaca perfecta, con chaleco
                    y guardapolvos, con una barba de Pasteur juvenil y el cabello dividido por una raya neta
                    y pálida, y con dominio bastante para disimular el nudo de la garganta que no era de
                    tristeza sino de terror. En el muelle casi desierto, custodiado por soldados descalzos sin
                    uniforme, lo  esperaban las hermanas  y la  madre con sus amigos más queridos. Los
                    encontró macilentos y sin  porvenir, a  pesar  de sus aires mundanos, y hablaban de  la
                    crisis y de la guerra civil como algo remoto y ajeno, pero todos tenían un temblor evasivo
                    en la voz y una incertidumbre en las pupilas que traicionaban a las palabras. La que más
                    lo conmovió fue la madre, una mujer todavía joven que se había impuesto en la vida con
                    su.elegancia y su ímpetu social, y que ahora se marchitaba a fuego lento en el aura de
                    alcanfor de sus crespones de viuda. Ella debió reconocerse en la turbación del hijo, pues
                    se anticipó a preguntarle en defensa propia por qué venía con esa piel traslúcida como de
                    parafina.
                          -Es la vida, madre -dijo él-. Uno se vuelve verde en París.
                          Poco después, ahogándose de calor junto  a  ella  en  el coche  cerrado, no  pudo
                    soportar más la inclemencia de la realidad que se metía a borbotones por la ventanilla. El
                    mar parecía de ceniza, los antiguos palacios de marqueses estaban a punto de sucumbir
                    a la proliferación de los mendigos, y era imposible encontrar la fragancia ardiente de los
                    jazmines detrás de los sahumerios de muerte de los albañales abiertos. Todo le pareció
                    más  pequeño que  cuando  se fue, más  indigente y lúgubre, y  había tantas ratas
                    hambrientas  en el  muladar de las  calles que los  caballos  del coche trastabillaban
                    asustados. En el largo camino desde el puerto hasta su casa en el corazón del barrio de
                    Los Virreyes, no encontró nada  que  le pareciera  digno de sus  nostalgias. Derrotado,
                    volvió la cabeza para que no lo viera su madre, y se soltó a llorar en silencio.
                          El antiguo palacio del Marqués de Casalduero, residencia histórica de los Urbino de
                    la Calle, no era el que se mantenía más altivo en medio del naufragio. El doctor Juvenal
                    Urbino lo descubrió con el corazón hecho trizas desde que entró por el zaguán tenebroso
                    y vio la fuente polvorienta del jardín interior, y la maraña de monte sin flores por donde
                    andaban las iguanas, y se dio cuenta de que faltaban muchas losas de mármol, y que
                                                                              Gabriel García Márquez  61
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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