Page 70 - Amor en tiempor de Colera
P. 70
como la ciudad se repuso del duelo del general Ignacio María, el doctor Juvenal Urbino
hizo subir el piano de la Escuela de Música en una carreta de mulas, y le llevó a Fermina
Daza una serenata que hizo época. Ella despertó con los primeros compases, y no tuvo
que asomarse por los encajes del balcón para saber quién era el promotor de aquel
homenaje insólito. Lo único que lamentó fue no tener el coraje de otras doncellas
resabiadas que habían vaciado el retrete portátil sobre la cabeza del pretendiente
indeseable. Lorenzo Daza, en cambio, se vistió de prisa en el transcurso de la serenata, y
al final hizo entrar en la sala de visitas al doctor Juvenal Urbino y al pianista, todavía
ataviados con la ropa de etiqueta del concierto, y les agradeció la serenata con una copa
de buen brandy.
Fermina Daza se dio cuenta muy pronto de que su padre estaba tratando de
ablandarle el corazón. Al día siguiente de la serenata le había dicho de un modo casual:
“Imagínate cómo se sentiría tu madre si supiera que eres requerida por un Urbino de la
Calle”. Ella replicó en seco: “Se volvería a morir dentro del cajón”. Las amigas que
pintaban con ella le contaron que Lorenzo Daza había sido invitado a almorzar en el Club
Social por el doctor Juvenal Urbino, y que éste había sido objeto de una notificación
severa por contrariar normas del reglamento. Sólo entonces se enteró también de que su
padre había solicitado varias veces su ingreso al Club Social, y en todas había sido
rechazado con una cantidad de bolas negras que no hacían posible una nueva tentativa.
Pero Lorenzo Daza asimilaba las humillaciones con un hígado de buen cubero, y seguía
haciendo suertes de ingenio para encontrarse por casualidad con Juvenal Urbino, sin
darse cuenta de que era Juvenal Urbino quien hacía más que lo posible por dejarse
encontrar. A veces pasaban horas conversando en la oficina, y la casa permanecía
mientras tanto como suspendida al margen del tiempo, porque Fermina Daza no permitía
que nada siguiera su curso en la vida mientras él no se fuera. El Café de la Parroquia fue
un buen puerto intermedio. Fue allí donde Lorenzo Daza le enseñó a Juvenal Urbino las
lecciones primarias del ajedrez, y él fue un alumno tan aplicado que el ajedrez se
convirtió en una adicción incurable que lo atormentó hasta el día de su muerte.
Una noche, poco después de la serenata de piano solo, Lorenzo Daza encontró una
carta con el sobre lacrado en el zaguán de su casa, dirigido a su hija, y con el
monograma de J. U. C. impreso en el lacre. Lo deslizó por debajo de la puerta al pasar
frente al dormitorio de Fermina, y ella no pudo entender cómo había llegado hasta allí,
pues le parecía inconcebible que su padre hubiera cambiado tanto como para llevarle una
carta de un pretendiente. La dejó sobre la mesa de noche, sin saber de veras qué hacer
con ella, y allí permaneció cerrada durante varios días, hasta una tarde de lluvias en que
Fermina Daza soñó que Juvenal Urbino había vuelto a la casa para regalarle la espátula
con que le había examinado la garganta. La espátula del sueño no era de aluminio sino
de un metal apetitoso que ella había saboreado con deleite en otros sueños, de modo
que la quebró en dos partes desiguales y le dio a él la más pequeña.
Al despertar abrió la carta. Era breve y pulcra, y lo único que Juvenal Urbino le
suplicaba era que le permitiera pedirle a su padre el permiso para visitarla. La impresionó
su sencillez y su seriedad, y la rabia cultivada con tanto amor durante tantos días se
apaciguó de pronto. Guardó la carta en un cofre fuera de servicio en el fondo del baúl,
pero recordó que era allí donde había guardado también las cartas perfumadas de
Florentino Ariza, y la sacó del cofre para cambiarla de lugar, estremecida por una ráfaga
de vergüenza. Entonces le pareció que lo más decente era darla por no recibida, y la
quemó en la lámpara, viendo cómo las gotas de lacre reventaban en burbujas azules
sobre la llama. Suspiró: “Pobre hombre”. De pronto cayó en la cuenta de que era la
segunda vez que lo decía en poco más de un año, y por un instante pensó en Florentino
Ariza, y ella misma se sorprendió de cuán lejos estaba de su vida: pobre hombre.
En octubre, con las últimas lluvias, llegaron tres cartas más, acompañada la
primera por una cajita de pastillas de violetas de la Abadía de Flavigny. Dos las había
entregado en el portón de la casa el cochero del doctor Juvenal Urbino, y éste había
saludado a Gala Placidia desde la ventana del coche, primero para que no hubiera duda
de que las cartas eran suyas, y segundo para que nadie pudiera decirle que no habían
70 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera