Page 73 - Amor en tiempor de Colera
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La hermana Franca de la Luz fingió pasar por alto la notificación, pero sus
párpados se encendieron. Siguió moviendo el rosario frente a sus ojos.
-Es mejor que te entiendas conmigo -dijo-, porque después de mí puede venir el
señor arzobispo, y con él las cosas son distintas.
-Que venga -dijo Fermina Daza.
La hermana Franca de la Luz escondió el rosario de oro en la manga. Después
sacó de la otra un pañuelo muy usado, hecho una bola, y lo mantuvo apretado en el
puño, mirando a Fermina desde muy lejos con una sonrisa de conmiseración.
-Pobre hija mía -suspiró-, todavía sigues pensando en aquel hombre.
Fermina Daza masticó la impertinencia mirando a la monja sin parpadear, la miró
fijo a los ojos, sin hablar, masticando en silencio, hasta que vio con una complacencia
infinita que sus ojos de hombre se anegaron de lágrimas. La hermana Franca de la Luz se
las secó con la bola del pañuelo, y se puso de pie.
-Bien dice tu padre que eres una mula --dijo.
El arzobispo no fue. De modo que el asedio hubiera terminado aquel día, de no
haber sido porque Hildebranda Sánchez vino a pasar la Navidad con su prima, y la vida
cambió para ambas. La recibieron en la goleta de Riohacha a las cinco de la mañana, en
medio de una turba de pasajeros moribundos por el mareo, pero ella desembarcó
radiante, muy mujer, y con el espíritu alborotado por la mala noche de mar. Vino
cargada de guacales de pavos vivos y de cuantos frutos se daban en sus prósperas
vegas, para que a nadie le faltara de comer durante su visita. Lisímaco Sánchez, su
padre, mandaba a preguntar si hacían falta músicos para las fiestas de Pascua, pues él
tenía los mejores a su disposición, y prometía mandar más adelante un cargamento de
fuegos artificiales. Anunciaba además que no podía venir por la hija antes de marzo, así
que había tiempo de sobra para vivir.
Las dos primas empezaron de inmediato. Se bañaron juntas desde la primera
tarde, desnudas, haciéndose abluciones recíprocas con el agua de la alberca. Se
ayudaban a jabonarse, se sacaban las liendres, comparaban sus nalgas, sus pechos
inmóviles, la una mirándose en el espejo de la otra para apreciar con cuánta crueldad las
había tratado el tiempo desde la última vez que se vieron desnudas. Hildebranda era
grande y maciza, de piel dorada, pero todo el pelo de su cuerpo era de mulata, corto y
enroscado como espuma de alambre.
Fermina Daza, en cambio, tenía una desnudez pálida, de líneas largas, de piel
serena, de vellos lacios. Gala Placidia les había hecho poner dos camas iguales en el
dormitorio, pero a veces se acostaban en una y conversaban con las luces apagadas
hasta el amanecer. Fumaban unas panetelas de salteadores que Hildebranda había
llevado ocultas en los forros del baúl, y después tenían que quemar hojas de papel de
Armenia para purificar el aire de tugurio que dejaban en el dormitorio. Fermina Daza lo
había hecho por primera vez en Valledupar, y había seguido haciéndolo en Fonseca, en
Riohacha, donde se encerraban hasta diez primas en un cuarto a hablar de hombres y a
fumar a escondidas. Aprendió a fumar al revés, con el fuego dentro de la boca, como
fumaban los hombres en las noches de las guerras para que no los delatara la brasa del
tabaco. Pero nunca había fumado a solas. Con Hildebranda en su casa lo hizo todas las
noches antes de dormir, y desde entonces adquirió el hábito de fumar, aunque siempre a
escondidas, aun de su marido y de sus hijos, no sólo porque era mal visto que una mujer
fumara en público, sino porque tenía el placer asociado a la clandestinidad.
También el viaje de Hildebranda había sido impuesto por sus padres para tratar de
alejarla de su amor imposible, aunque le hicieron creer que era para ayudar a Fermina a
decidirse por un buen partido. Hildebranda lo había aceptado con la ilusión de burlar el
olvido, como lo hizo la prima en su momento, y había quedado de acuerdo con el
telegrafista de Fonseca para que mandara sus mensajes con el mayor sigilo. Por eso fue
tan amarga su desilusión cuando supo que Fermina Daza había repudiado a Florentino
Gabriel García Márquez 73
El amor en los tiempos del cólera