Page 76 - Amor en tiempor de Colera
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No  se daba cuenta ella misma de que cada  paso suyo desde la casa hasta  el colegio,
                    cada sitio de la ciudad, cada instante de su pasado reciente no parecían existir sino por
                    gracia de Florentino Ariza. Hildebranda se lo hizo notar, pero ella no lo admitió, porque
                    nunca hubiera admitido la realidad de que Florentino Ariza, para bien o para mal, era lo
                    único que le había ocurrido en la vida.
                          Por esos días vino un fotógrafo belga que instaló su estudio en los altos del Portal
                    de los Escribanos, y todo el que tuvo con qué pagarlo aprovechó la ocasión para hacerse
                    un retrato. Fermina e Hildebranda fueron de las primeras. Vaciaron el ropero de Fermina
                    Sánchez, se repartieron las ropas más vistosas, las sombrillas, los zapatos de fiesta, los
                    sombreros, y se vistieron de damas del medio siglo. Gala Placidia las ayudó a ceñirse los
                    corsés, las enseñó a moverse dentro de los armazones de alambre de los miriñaques, a
                    calzarse los guantes, a abotonarse los botines de tacones altos. Hildebranda prefirió un
                    sombrero de alas grandes con plumas de avestruz que le caían sobre la espalda. Fermina
                    se puso uno más reciente, adornado con frutas de yeso pintado y flores de crinolina. Al
                    final se  burlaron de sí  mismas  cuando  se vieron  en el espejo tan  parecidas a  los
                    daguerrotipos de las abuelas, y se fueron felices, muertas de risa, a que les hicieran la
                    foto  de  sus vidas. Gala Placidia  las  vio desde el balcón atravesando  el parque con  las
                    sombrillas  abiertas, sosteniéndose como podían sobre los tacones  y  empujando  los
                    miriñaques  con todo el cuerpo como  andaderas  de niños, y les  echó  la bendición para
                    que Dios las ayudara en sus retratos.
                          Había un tumulto frente al estudio del belga, porque estaban fotografiando a Beny
                    Centeno,  que por  aquellos días había ganado el campeonato de boxeo en Panamá.
                    Estaba en pantalones de pelea, con los guantes puestos y la corona en la cabeza, y no
                    fue fácil fotografiarlo porque debía permanecer en posición de asalto durante un minuto y
                    respirando lo  menos  posible, pero  tan pronto  como alzaba la guardia sus fanáticos
                    prorrumpían en ovaciones, y él no podía resistir la tentación de complacerlos exhibiendo
                    sus artes. Cuando llegó el turno de las primas el cielo se había nublado y la lluvia parecía
                    inminente, pero ellas se dejaron empolvar las caras con almidón y se apoyaron con tal
                    naturalidad en una columna de alabastro, que lograron permanecer inmóviles por más
                    tiempo del que parecía racional. Fue un retrato eterno. Cuando Hildebranda murió, casi
                    centenaria  en su hacienda de Flores de  María, encontraron su copia bajo llave  en  el
                    armario del dormitorio, escondida entre los pliegues de las sábanas perfumadas, junto
                    con el fósil de  un pensamiento  en una carta borrada por los  años. Fermina  Daza tuvo
                    siempre  la suya  muchos  años  en la  primera hoja de un  álbum de familia, de donde
                    desapareció sin que se supiera cómo, ni cuándo, y llegó a manos de Florentino Ariza por
                    una serie de casualidades inverosímiles, cuando ya ambos pasaban de los sesenta años.
                          La  plaza frente  al  Portal de los  Escribanos  estaba colmada hasta los balcones
                    cuando Fermina e Hildebranda salieron del estudio del belga. Habían olvidado que tenían
                    las caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del color del chocolate,
                    y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época. La calle las recibió con una
                    rechifla de burla. Estaban arrinconadas, tratando de escapar al escarnio público, cuando
                    se abrió paso por entre el tumulto el landó de los alazanes dorados. La rechifla cesó y los
                    grupos hostiles se dispersaron. Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión
                    del hombre que apareció en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus
                    ademanes sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia.

                          Aunque nunca lo  había  visto, lo reconoció  de inmediato.  Fermina  Daza le  había
                    hablado de él, casi por casualidad y sin ningún interés, una tarde del mes anterior en que
                    no quiso pasar por la casa del Marqués de Casalduero porque el landó de los caballos de
                    oro estaba estacionado frente al portal. Le contó quién era el dueño y trató de explicarle
                    las causas de su antipatía, aunque no le dijo  una palabra de sus pretensiones.
                    Hildebranda lo olvidó. Pero cuando lo identificó en la puerta del coche como una aparición
                    de fábula, con un pie en tierra y otro en el estribo, no entendió los motivos de la prima.
                          -Háganme el favor de subir -les dijo el doctor Juvenal Urbino---. Las llevo adonde
                    ordenen.

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                         El amor en los tiempos del cólera
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