Page 74 - Amor en tiempor de Colera
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Ariza. Además, Hildebranda tenía una concepción universal del amor, y pensaba que
cualquier cosa que le pasara a uno afectaba a todos los amores del mundo entero. Sin
embargo, no renunció al proyecto. Con una audacia que le causó a Fermina Daza una
crisis de espanto, fue sola a la oficina del telégrafo con la disposición de ganarse el favor
de Florentino Ariza.
No lo hubiera reconocido, pues no tenía ni un rasgo que correspondiera a la
imagen que ella se había formado a través de Fermina Daza. A primera vista le pareció
imposible que su prima hubiera estado a punto de enloquecer por aquel empleado casi
invisible, con aires de perro apaleado, cuyo atuendo de rabino en desgracia y cuyas
maneras solemnes no podían alterar el corazón de nadie. Pero muy pronto se arrepintió
de la primera impresión, pues Florentino Ariza se puso a su servicio incondicional sin
saber quién era: no lo supo nunca. Nadie la hubiera entendido como él, así que no le
exigió identificarse ni le pidió dirección alguna. Su solución fue muy simple: ella pasaría
los miércoles en la tarde por la oficina del telégrafo para que él le entregara las
respuestas en su mano, y nada más. Por otra parte, cuando él leyó el mensaje que
Hildebranda llevaba escrito le preguntó si aceptaba una sugerencia, y ella estuvo de
acuerdo. Florentino Ariza hizo primero unas correcciones entre líneas, las suprimió, las
volvió a escribir, se quedó sin espacio, y al final rompió la hoja y escribió completo un
mensaje distinto que a ella le pareció enternecedor. Cuando salió de la oficina del
telégrafo, Hildebranda iba al borde de las lágrimas.
-Es feo y triste -le dijo a Fermina Daza-, pero es todo amor.
Lo que más llamó la atención de Hildebranda fue la soledad de la prima. Parecía,
le dijo, una solterona de veinte años. Acostumbrada a una familia numerosa y dispersa,
en casas donde nadie sabía a ciencia cierta cuántos vivían ni quienes iban a comer cada
vez. Hildebranda no podía imaginarse a una muchacha de su edad reducida al claustro de
la vida privada. Así era: desde que se levantaba a las seis de la mañana, hasta que
apagaba la luz del dormitorio, se consagraba a la pérdida del tiempo. La vida se le
imponía desde fuera. Primero, con los últimos gallos, el hombre de la leche la despertaba
con la aldaba del portón. Después tocaba la pescadera con el cajón de pargos
moribundos en un lecho de algas, las palenqueras suntuosas con las hortalizas de María
la Baja y las frutas de San Jacinto. Y después, durante todo el día, tocaban todos: los
mendigos, las muchachas de las rifas, las hermanas de la caridad, el afilador con el
caramillo, el que compraba botellas, el que compraba oro quebrado~ el que compraba
papel gaceta, las falsas gitanas que se ofrecían para leer el desfino en las barajas, en las
líneas de la mano, en el asiento del café, en las aguas de los lebrillos. A Gala Placidia se
le iba la semana abriendo y cerrando el portón para decir que no, vuelva otro día, o
gritando desde el balcón con el humor revuelto que no molesten más, carajo, que ya
compramos todo lo que hacía falta. Había reemplazado a la tía Escolástica con tanto
fervor y tanta gracia, que Fermina la confundía con ella hasta para quererla. Tenía
obsesiones de esclava. Tan pronto como encontraba un rato libre se iba al cuarto de
oficios para planchar la ropa blanca, la dejaba perfecta, la guardaba en los armarios con
flores de espliego, y no sólo planchaba y doblaba la que acababa de lavar sino también la
que hubiera perdido su esplendor por falta de uso. Con el mismo cuidado seguía
manteniendo el vestuario de Fermina Sánchez, la madre de Fermina, muerta catorce
años antes. Pero era Fermina Daza la que tomaba las decisiones. Ordenaba lo que había
que comer, lo que había que comprar, lo que tenía que hacerse en cada caso, y en esa
forma determinaba la vida de una casa que en realidad no tenía nada que determinar.
Cuando acababa de lavar las jaulas y poner la comida a los pájaros, y de cuidar que nada
les hiciera falta a las flores, se quedaba sin rumbo. Muchas veces, después de que fue
expulsada del colegio, se quedó dormida en la siesta y no despertó hasta el día siguiente.
Las clases de pintura no fueron más que una manera más entretenida de perder el
tiempo.
Las relaciones con su padre carecían de afectos desde el exilio de la tía
Escolástica, aunque ambos habían encontrado el modo de vivir juntos sin estorbarse.
74 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera