Page 79 - Amor en tiempor de Colera
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tres años el emblema de su complicidad contrariada. Lo tocó murmurando la letra, con el
violín bañado en lágrimas, y con una inspiración tan intensa que a los primeros compases
empezaron a ladrar los perros de la calle, y luego los de la ciudad, pero después se
fueron callando poco a poco por el hechizo de la música, y el valse terminó con un
silencio sobrenatural. El balcón no se abrió, ni nadie se asomó a la calle, ni siquiera el
sereno que casi siempre acudía con su candil tratando de medrar con las migajas de las
serenatas. El acto fue un conjuro de alivio para Florentino Ariza, pues cuando guardó el
violín en el estuche y se alejó por las calles muertas sin mirar hacia atrás, no sentía ya
que se iba la mañana siguiente, sino que se había ido desde hacía muchos años con la
disposición irrevocable de no volver jamás.
El buque, uno de los tres iguales de la Compañía Fluvial del Caribe, había sido
rebautizado en homenaje al fundador: Pío Quinto Loayza. Era una casa flotante de dos
pisos de madera sobre un casco de hierro, ancho y plano, con un calado máximo de cinco
pies que le permitía sortear mejor los fondos variables del río. Los buques más antiguos
habían sido fabricados en Cincinnati a mediados del siglo, con el modelo legendario de
los que hacían el tráfico del Ohio y el Mississippi, y tenían a cada lado una rueda de
propulsión movida por una caldera de leña. Como éstos, los buques de la Compañía
Fluvial del Caribe tenían en la cubierta inferior, casi a ras del agua, las máquinas de
vapor y las cocinas, y los grandes corrales de gallinero donde las tripulaciones colgaban
las hamacas, entrecruzadas a distintos niveles. Tenían en el piso superior la cabina de
mando, los camarotes del capitán y sus oficiales, y una sala de recreo y un comedor,
donde los pasajeros notables eran invitados por lo menos una vez a cenar y a jugar
barajas. En el piso intermedio tenían seis camarotes de primera clase a ambos lados de
un pasadizo que servía de comedor común, y en la proa una sala de estar abierta sobre
el río con barandales de madera bordada y pilares de hierro, donde colgaban de noche
sus hamacas los pasajeros del montón. Pero a diferencia de los más antiguos, estos
buques no tenían las paletas de propulsión a los lados, sino una enorme rueda en la popa
con paletas horizontales debajo de los excusados sofocantes de la cubierta de pasajeros.
Florentino Ariza no se había tomado la molestia de explorar el buque tan pronto como
subió a bordo, un domingo de julio a las siete de la mañana, como lo hacían casi por
instinto los que viajaban por primera vez. Sólo tomó conciencia de su nueva realidad al
atardecer, navegando frente al caserío de Calamar, cuando fue a orinar en la popa y vio
por el hueco del excusado la gigantesca rueda de tablones girando bajo sus pies con un
estruendo volcánico de espumas y vapores ardientes.
No había viajado nunca. Llevaba un baúl de hojalata con la ropa del páramo, las
novelas ilustradas que compraba en folletines mensuales y que él mismo cosía con tapas
de cartón, y los libros de versos de amor que recitaba de memoria y estaban a punto de
convertirse en polvo de tanto ser releídos. Había dejado el violín, que se identificaba
demasiado con su desgracia, pero su madre lo había obligado a llevar el petate, que era
un recado de dormir muy popular y práctico: una almohada, una sábana, una bacinilla de
peltre y un toldo de punto para los mosquitos, y todo eso envuelto en una estera
amarrada con dos cabuyas para colgar una hamaca en caso de urgencia. Florentino Ariza
no quería llevarlo, pues pensaba que sería inútil en un camarote donde había servicio de
camas tendidas, pero desde la primera noche tuvo que agradecer una vez más el buen
sentido de su madre. En efecto, a última hora subió a bordo un pasajero vestido de
etiqueta que había llegado en un barco de Europa aquella madrugada, y estaba
acompañado por el gobernador de la provincia en persona. Quería proseguir el viaje de
inmediato con su esposa y su hija, y con el criado de librea y los siete baúles con ribetes
dorados que cupieron a duras penas por las escaleras. El capitán, un gigante de Curazao,
logró conmover el sentido patriótico de los criollos para acomodar a los viajeros
imprevistos. A Florentino Ariza le explicó en una tortilla de castellano y papiamento que
el hombre de etiqueta era el nuevo ministro plenipotenciario de Inglaterra en viaje hacia
la capital de la república, le recordó que aquel reino había aportado recursos decisivos
para nuestra independencia del dominio español, y en consecuencia cualquier sacrificio
era poco para que una familia de tan alta dignidad se sintiera en nuestra casa mejor que
en la propia. Florentino Ariza, por supuesto, renunció al camarote.
Gabriel García Márquez 79
El amor en los tiempos del cólera