Page 82 - Amor en tiempor de Colera
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otras, pero luego cayó en la cuenta de que no tenía bastante edad para serlo, y además
guardaba un medio luto que las otras no compartían. No concebía que una de ellas se
hubiera atrevido a hacer lo que hizo mientras las otras durmieran en las literas
contiguas, y la única suposición razonable era que aprovechara un momento casual, o
quizás concertado, en que se quedó sola en el camarote. Comprobó que a veces salían
dos a tomar el fresco hasta muy tarde mientras la tercera se quedaba cuidando al niño,
pero una noche de más calor salieron las tres juntas con el niño dormido en la jaula de
mimbre cubierta con un toldo de gasa.
A pesar de aquel embrollo de indicios, Florentino Ariza se apresuró a descartar la
posibilidad de que la mayor de las tres fuera la autora del asalto, y en seguida absolvió
también a la menor, que era la más bella y atrevida. Lo hizo sin razones válidas, sólo
porque la vigilancia ansiosa de las tres lo había inducido a dar por cierto su deseo
entrañable de que la amante instantánea fuera la madre del niño enjaulado. Tanto lo
sedujo esa suposición, que empezó a pensar en ella con más intensidad que en Fermina
Daza, sin importarle la evidencia de que aquella madre reciente sólo vivía para el niño.
No tenía más de veinticinco años, y era esbelta y dorada, con unos párpados portugueses
que la hacían más distante, y a cualquier hombre le hubiera bastado con sólo las migajas
de la ternura que ella le prodigaba al hijo. Desde el desayuno hasta la hora de acostarse
se ocupaba de él en el salón, mientras las otras jugaban damas chinas, y cuando lograba
dormirlo colgaba del techo la jaula de mimbre en el lado más fresco del barandal. Pero ni
aun cuando estaba dormido se desentendía de él, sino que mecía la jaula cantando entre
dientes canciones de novia, mientras sus pensamientos volaban por encima de las
penurias del viaje. Florentino Ariza se aferró a la ilusión de que tarde o temprano sería
delatada aunque fuera por un gesto. Vigilaba hasta los cambios de su respiración en el
ritmo del relicario que llevaba colgado sobre la blusa de batista, mirándola sin disimulos
por encima del libro que fingía leer, e incurrió en la impertinencia calculada de cambiar
de sitio en el comedor para quedar frente a ella. Pero no consiguió ni un indicio ínfimo de
que fuera en realidad la depositaria de la otra mitad de su secreto. Lo único que le quedó
de ella, porque su compañera menor la llamó, fue el nombre sin apellido: Rosalba.
Al octavo día el buque navegó a duras penas por un estrecho turbulento
encajonado entre cantiles de mármol, y después del almuerzo amarró en Puerto Nare.
Allí debían quedarse los pasajeros que seguirían el viaje hacia el interior de la provincia
de Antioquia, una de las más afectadas por la nueva guerra civil. El puerto estaba
formado por media docena de chozas de palma y una bodega de madera con techo de
cinc, y estaba protegido por varias patrullas de soldados descalzos y mal armados,
porque se tenían noticias de un plan de los insurrectos para saquear los buques. Detrás
de las casas se alzaba hasta el cielo un promontorio de montañas agrestes con una
cornisa de herradura tallada a la orilla del precipicio. Nadie durmió tranquilo a bordo,
pero el ataque no se produjo durante la noche, y el puerto amaneció transformado en
una feria dominical, con indios que vendían amuletos de tagua y bebedizos de amor, en
medio de las recuas preparadas para emprender el ascenso de seis días hasta las selvas
de orquídeas de la cordillera central.
Florentino Ariza se había entretenido viendo el descargue del buque a lomo de
negro, había visto bajar los guacales de loza china, los pianos de cola para las solteras de
Envigado, y sólo advirtió demasiado tarde que entre los pasajeros que se quedaban
estaba el grupo de Rosalba. Las vio cuando ya iban montadas de medio lado, con botas
de amazonas y sombrillas de colores ecuatoriales, y entonces dio el paso que no se había
atrevido a dar en los días anteriores: le hizo a Rosalba un adiós con la mano, y las tres le
contestaron del mismo modo, con una familiaridad que le dolió en las entrañas por su
audacia tardía. Las vio dar la vuelta por detrás de la bodega, seguidas por las mulas
cargadas con los baúles, las cajas de sombreros y la jaula del niño, y poco después las
vio trepando como una fila de hormiguitas arrieras al borde del abismo, y desaparecieron
de su vida. Entonces se sintió solo en el mundo, y el recuerdo de Fermina Daza, que
había permanecido al acecho en los últimos días, le asestó el zarpazo mortal.
82 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera