Page 83 - Amor en tiempor de Colera
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Sabía que iba a casarse el sábado siguiente, en una boda de estruendo, y el ser
                    que más la amaba y había de amarla hasta siempre no tendría ni siquiera el derecho de
                    morirse por ella. Los celos, hasta entonces ahogados en llanto, se hicieron dueños de su
                    alma.  Rogaba  a  Dios  que la centella de  la justicia divina fulminara  a Fermina  Daza
                    cuando  se dispusiera a  jurar amor y  obediencia a  un hombre que  sólo  la  quería  para
                    esposa como un adorno social, y se extasiaba en la visión de la novia, suya o de nadie,
                    tendida bocarriba sobre las losas de la catedral con los azahares nevados por el rocío de
                    la muerte, y el torrente  de  espuma  del velo  sobre  los  mármoles funerarios de  catorce
                    obispos sepultados frente al altar mayor. Sin embargo, una vez consumada la venganza,
                    se arrepentía de su propia maldad, y entonces veía a Fermina Daza levantándose con el
                    aliento intacto, ajena pero viva, porque no le era posible imaginarse el mundo sin ella.
                    No volvió a dormir, y si a veces se sentaba a picar cualquier cosa era por la ilusión de
                    que  Fermina  Daza  estuviera en  la mesa, o al  contrario,  para negarle el homenaje  de
                    ayunar por ella. A veces se consolaba con la certidumbre de que en la embriaguez de la
                    fiesta de bodas, y aun en las noches febriles de la luna de miel, Fermina Daza había de
                    padecer un instante, uno al menos, pero uno de todos modos, en que se alzara en su
                    conciencia el fantasma del novio burlado, humillado, escupido, y le  echara  a perder la
                    felicidad.
                          La  víspera de la  llegada  al puerto de Caracolí, que  era el término  del viaje, el
                    capitán ofreció la fiesta tradicional de despedida, con una orquesta de viento conformada
                    por los miembros de la tripulación, y fuegos de artificios de colores desde la cabina de
                    mando. El ministro de la Gran Bretaña había sobrevivido a la odisea con un estoicismo
                    ejemplar, cazando con la cámara fotográfica los animales que no le permitían matar con
                    escopetas, y no hubo una noche en que no se le viera de etiqueta en el comedor. Pero en
                    la fiesta final apareció con el traje escocés del clan MacTavish, y tocó la gaita a placer y
                    enseñó a todo el que quiso a bailar sus danzas nacionales, y antes del amanecer tuvieron
                    que llevarlo casi a rastras al camarote. Florentino Ariza, postrado de dolor, se había ido
                    al rincón más apartado de la cubierta donde no le llegaran ni las noticias de la parranda,
                    y  se  echó encima el abrigo de  Lotario  Thugut tratando de  resistir  el  escalofrío  de  los
                    huesos. Había despertado  a las cinco de la  mañana, como despierta  el condenado  a
                    muerte en la madrugada de la ejecución, y en todo el sábado no había hecho nada más
                    que imaginar minuto a minuto cada una de las instancias de la boda de Fermina Daza.
                    Más tarde, cuando regresó a casa, se dio cuenta de que había equivocado las horas y de
                    que todo había sido distinto de como él se lo imaginaba, y hasta tuvo el buen sentido de
                    reírse de su fantasía.
                          Pero en todo caso fue un sábado de pasión que culminó con una nueva crisis de
                    fiebre, cuando le pareció  que era el momento en que los recién casados  se estaban
                    fugando en  secreto  por una puerta falsa  para entregarse a las delicias de la primera
                    noche.  Alguien  que lo vio tiritando  de calentura  le dio el aviso al  capitán,  y éste
                    abandonó la fiesta con el médico de a bordo temiendo que fuera un caso de cólera, y el
                    médico  lo mandó por precaución al camarote de  cuarentena  con  una  buena  carga de
                    bromuros. Al día siguiente, sin embargo, cuando avistaron los farallones de Caracolí, la
                    fiebre  había desaparecido  y  tenía el ánimo exaltado, porque  en  el  marasmo de  los
                    sedantes había resuelto de una vez y sin más trámites que mandaba al carajo el radiante
                    porvenir del telégrafo y regresaba en el mismo buque a su vieja Calle de Las Ventanas.
                          No  le fue difícil que  lo llevaran de regreso a cambio del camarote que  él había
                    cedido al representante de la reina Victoria. El capitán trató de disuadirlo también con el
                    argumento de que el telégrafo era la ciencia del futuro. Tanto era así, le dijo, que ya se
                    estaba inventando  un sistema  para  instalarlo en los  buques.  Pero él  resistió a  todo
                    argumento, y el capitán terminó por llevarlo de regreso, no por la deuda del camarote,
                    sino porque conocía sus vínculos reales con la Compañía Fluvial del Caribe.
                          El viaje de bajada se hizo en menos de seis días, y Florentino Ariza se sintió de
                    nuevo en casa propia desde que entraron de madrugada en la laguna de las Mercedes, y
                    vio el reguero de luces de las canoas pesqueras ondulando en la resaca del buque. Era
                    todavía noche cuando  atracaron  en la ensenada del Niño  Perdido, que era el último

                                                                              Gabriel García Márquez  83
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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