Page 78 - Amor en tiempor de Colera
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Fermina dio entonces, un tirón más fuerte, y el' guante vacío quedó colgando en la
                    mano del médico, pero no esperó a recuperarlo. Se acostó sin comer. Hildebranda, como
                    si nada hubiera pasado, entró en el dormitorio después de cenar con Gala Placidia en la
                    cocina,  y comentó  con su gracia  natural los  incidentes  de la tarde. No disimuló  su
                    entusiasmo  por  el  doctor  Urbino, por su elegancia y  su simpatía,  y Fermina  no le
                    correspondió con  ningún comentario, pero  estaba repuesta de  la contrariedad.  A  un
                    cierto momento, Hildebranda confesó: cuando el doctor Juvenal Urbino se vendó los ojos
                    y ella vio el resplandor de sus dientes perfectos entre sus labios rosados, había sentido
                    un deseo irresistible de comérselo a besos. Fermina Daza se revolvió contra la pared y
                    puso término a la conversación sin ánimo de ofender, más bien sonriente, pero con todo
                    el corazón.
                          -¡Qué puta eres! -dijo.
                          Durmió a saltos, viendo al doctor Juvenal Urbino por todas partes, viéndolo reír,
                    cantar, echando chispas de azufre por los dientes con los ojos vendados, burlándose de
                    ella con una jerigonza sin reglas fijas en un coche distinto que subía hacia el cementerio
                    de los pobres. Despertó mucho antes del amanecer, exhausta, y permaneció despierta
                    con los  ojos cerrados  pensando  en  los  años innumerables  que todavía le faltaban  por
                    vivir. Después, mientras Hildebranda se bañaba, escribió una carta a toda prisa, la dobló
                    a toda prisa, la metió a toda prisa en el sobre, y antes de que Hildebranda saliera del
                    baño se la mandó con Gala Placidia al doctor Juvenal Urbino. Era una carta de las suyas,
                    sin una letra de más ni de menos, en la cual sólo decía que sí, doctor, que hablara con su
                    padre.
                          Cuando Florentino Ariza supo que Fermina Daza iba a casarse con un médico de
                    alcurnia y fortuna, educado en Europa y con una reputación insólita a su edad, no hubo
                    poder capaz de levantarlo de su postración. Tránsito Ariza hizo más que lo posible por
                    consolarlo con recursos de novia cuando se dio cuenta de que había perdido el habla y el
                    apetito y se pasaba las noches en claro llorando sin sosiego, y al cabo de una semana
                    consiguió que  comiera  otra  vez. Habló entonces con don León  XII Loayza,  el único
                    sobreviviente de los tres  hermanos, y sin decirle  el motivo le  suplicó que  le diera  al
                    sobrino un empleo para hacer cualquier cosa en la empresa de navegación, siempre que
                    fuera en un puerto perdido en la manigua de La Magdalena, donde no hubiera correo ni
                    telégrafo, ni viera a nadie que le contara nada de esta ciudad de perdición. El tío no le
                    dio el empleo  por consideración con la viuda  del hermano, que no  soportaba  ni la
                    existencia simple del bastardo, pero le consiguió el puesto de telegrafista en la Villa de
                    Leyva, una ciudad  de  ensueño a  más de veinte jornadas y a casi  tres  mil metros  de
                    altura sobre el nivel de la Calle de las Ventanas.

                          Florentino Ariza no fue nunca muy consciente de aquel viaje medicinal. Había de
                    recordarlo siempre, como todo lo que ocurrió en aquella época, a través de los cristales
                    enrarecidos de su desventura. Cuando recibió el telegrama del nombramiento no pensó
                    tomarlo  siquiera  en consideración, pero Lotario Thugut  lo convenció  con  argumentos
                    alemanes de que le esperaba un porvenir radiante en la administración pública. Le dijo:
                    “El telégrafo es la profesión del futuro”. Le regaló un par de guantes forrados por dentro
                    con piel de conejo, un gorro estepario y un sobretodo con cuello de peluche probado en
                    los  eneros glaciales de Baviera. El tío León XII  le regaló dos  vestidos de paño y unas
                    botas impermeables que habían  sido del  hermano mayor, y le  dio un  pasaje  con
                    camarote para el próximo buque. Tránsito Ariza redujo la ropa a las medidas de su hijo,
                    que era menos corpulento que el padre y mucho más bajo que el alemán, y le compró
                    medias de  lana y  calzoncillos  de cuerpo entero para  que  no le faltara nada  contra los
                    rigores del páramo. Florentino Ariza, endurecido de tanto sufrir, asistía a los preparativos
                    del viaje como hubiera asistido un muerto a los aprestos de sus honras fúnebres. No le
                    dijo a nadie que se iba, no se despidió de nadie, con el hermetismo férreo con que sólo le
                    reveló a la madre el secreto de su pasión reprimida, pero la víspera del viaje cometió a
                    conciencia una  locura  última del  corazón  que  bien  pudo costarle  la vida. Se puso a  la
                    media noche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse
                    de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían, y que fue durante

                     78  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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