Page 77 - Amor en tiempor de Colera
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Fermina Daza inició un gesto de reticencia, pero ya Hildebranda había aceptado. El
doctor Juvenal Urbino echó pie a tierra, y con la punta de los dedos, casi sin tocarla, la
ayudó a subir en el coche. Fermina, sin más alternativas, subió después de ella, con la
cara encendida por el bochorno.
La casa estaba a sólo tres cuadras. Las primas no se dieron cuenta de que el
doctor Urbino se hubiera puesto de acuerdo con el cochero, pero debió ser así, porque el
coche tardó más de media hora en llegar. Iban sentadas en el asiento principal, y él
frente a ellas, de espaldas al sentido de la marcha del coche. Fermina volvió la cara hacia
la ventana y se hundió en el vacío. Hildebranda, en cambio, estaba encantada, y el
doctor Urbino más encantado aún con su encantamiento. Tan pronto como el coche se
echó a andar, ella sintió el olor calido del cuero natural de los asientos, la intimidad del
interior capitonado, y dijo que le parecía un lugar bueno para quedarse a vivir. Muy
pronto empezaron a reír, a cruzarse bromas de viejos amigos, y derivaron hacia un juego
de ingenio en una jerigonza fácil, que consistía en intercalar entre cada sílaba una sílaba
convencional. Fingían creer que Fermina no les entendía, aunque no sólo sabían que
entendía sino que estaba pendiente de ellos, y por eso lo hacían. Al cabo de un
momento, después de mucho reír, Hildebranda confesó que no podía soportar más el
suplicio de los botines.
-Nada más fácil -dijo el doctor Urbino-. Vamos a ver quién termina primero.
Empezó a soltarse los cordones de las botas, e Hildebranda aceptó el reto. No le
fue fácil, por el estorbo del corsé de varillas que no le permitía inclinarse, pero el doctor
Urbino se demoró a propósito, hasta que ella sacó sus botines de debajo de la falda con
una carcajada de triunfo, como si acabara de pescarlos en un estanque. Ambos miraron
entonces a Fermina, y vieron su magnífico perfil de oropéndola más afilado que nunca
contra el incendio del atardecer. Estaba tres veces furiosa: por lasituación inmerecida en
que se encontraba, por la conducta libertina de Hildebranda, y por la certeza de que el
coche daba vueltas sin sentido para retardar la llegada. Pero Hildebranda estaba suelta
de madrina.
-Ahora me doy cuenta -dijo- que lo que me estorbaba no eran los zapatos sino
esta jaula de alambre.
El doctor Urbino comprendió que se refería al miriñaque, y atrapó la ocasión al
vuelo. “Nada más fácil -dijo-. Quíteselo.” Con un rápido ademán de prestidigitador se
sacó el pañuelo del bolsillo y se vendó los ojos.
-Yo no miro -dijo.
La venda hizo resaltar la pureza de sus labios entre la barba redonda y negra y los
bigotes de puntas afiladas, y ella se sintió sacudida por un ramalazo de pánico. Miró a
Fermina, y esta vez no la vio furiosa, sino aterrorizada de que ella fuera capaz de
quitarse la falda. Hildebranda se puso seria y le preguntó en letras de mano: “¿Qué
hacemos?”. Fermina Daza le contestó en el mismo código que si no iban directo a su casa
se arrojaría del coche en marcha.
-Estoy esperando -dijo el médico.
-Ya puede mirar -dijo Hildebranda.
El doctor Juvenal Urbino la encontró distinta al quitarse la venda, y comprendió
que el juego había terminado, y había terminado mal. A una señal suya el cochero hizo
girar el coche en redondo, y entró en el parque de Los Evangelios en el momento en que
el farolero encendía las lámparas públicas. Todas las iglesias dieron el Ángelus.
Hildebranda descendió de prisa, un poco turbada por la idea de haber disgustado a la
prima, y se despidió del médico con un apretón de manos sin ceremonias. Fermina la
imitó, pero cuando trató de retirar la mano con el guante de raso, el doctor Urbino le
apretó con fuerza el dedo del corazón.
-Estoy esperando su respuesta -le dijo.
Gabriel García Márquez 77
El amor en los tiempos del cólera