Page 87 - Amor en tiempor de Colera
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irrecuperable, como nunca, aunque no comprendió la razón hasta no ver la curva de su
vientre bajo la túnica de seda: estaba encinta de seis meses. Sin embargo, lo que más lo
impresionó fue que ella y su marido formaban una pareja admirable, y ambos manejaban
el mundo con tanta fluidez que parecían flotar por encima de los escollos de la realidad.
Florentino Ariza no sintió celos ni rabia, sino un gran desprecio de sí mismo. Se sintió
pobre, feo, inferior, y no sólo indigno de ella sino de cualquier otra mujer sobre la tierra.
Así que había vuelto. Regresaba sin ningún motivo para arrepentirse del vuelco
que le había dado ~a su vida. Al contrario: cada vez tuvo menos, sobre todo después de
sobrevivir a la cuesta de los primeros años. Más meritorio aún en el caso de ella, que
había llegado a la noche de bodas todavía con las brumas de la inocencia. Había
empezado a perderla en el curso de su viaje por la provincia de la prima Hildebranda. En
Valledupar entendió por fin por qué los gallos correteaban a las gallinas, presenció la
ceremonia brutal de los burros, vio nacer los terneros, y oyó hablar a las primas con
naturalidad de cuáles parejas de la familia seguían haciendo el amor y cuáles y cuándo y
por qué habían dejado de hacerlo aunque siguieran viviendo juntas. Fue entonces cuando
se inició en los amores solitarios, con la rara sensación de estar descubriendo algo que
sus instintos sabían desde siempre, primero en la cama, con el aliento amordazado para
no delatarse en el dormitorio compartido con media docena de primas, y después a dos
manos tumbada a la bartola en el piso del baño, con el pelo suelto y fumando sus
primeras califias de arriero. Siempre lo hizo con unas dudas de conciencia que sólo logró
superar después de casada, y siempre en un secreto absoluto, mientras que las primas
alardeaban entre ellas no sólo de la cantidad de veces en un día, sino incluso de la forma
y el tamaño de sus orgasmos. Sin embargo, a pesar del embrujo de aquellos ritos
iniciales, siguió arrastrando la creencia de que la pérdida de la virginidad era un sacrificio
sangriento.
De modo que su fiesta de bodas, una de las más ruidosas de las postrimerías del
siglo pasado, transcurrió para ella en las vísperas del horror. La angustia de la luna de
miel la afectó mucho más que el escándalo social por el matrimonio con un galán como
no había dos en esos años. Desde que empezaron a correr las amonestaciones en la misa
mayor de la catedral, Fermina Daza volvió a recibir esquelas anónimas, algunas con
amenazas de muerte, pero apenas si las veía pasar, pues todo el miedo de que era capaz
lo tenía ocupado por la inminencia de la violación. Era el modo correcto de tratar los
anónimos, aunque ella no lo hiciera a propósito, en una clase acostumbrada por las
burlas históricas a bajar la cabeza ante los hechos cumplidos. Así que todo cuanto le era
adverso se iba poniendo de parte suya a medida que la boda se sabía irrevocable. Ella lo
notaba en los cambios graduales del cortejo de mujeres lívidas, degradadas por la artritis
y los resentimientos, que un día se convencían de la vanidad de sus intrigas y aparecían
sin anunciarse en el parquecito de Los Evangelios, como si fuera en la propia casa,
cargadas de recetas de cocina y de regalos augurales. Tránsito Ariza conocía aquel
mundo, aunque sólo esa vez lo sufrió en carne propia, y sabía que sus clientas
reaparecían en vísperas de las fiestas grandes a pedirle el favor de que desenterrara sus
múcuras y les prestara las joyas empeñadas, por sólo veinticuatro horas, mediante el
pago de un interés adicional. Hacía mucho tiempo que no ocurría como esa vez, que las
múcuras se quedaron vacías para que las señoras de apellidos largos abandonaran sus
santuarios de sombras y aparecieran radiantes, con sus propias joyas prestadas, en una
boda como no se vio otra de tanto esplendor en el resto del siglo, y cuya gloria final fue
el padrinazgo del doctor Rafael Núñez, tres veces presidente de la república, filósofo,
poeta y autor de la letra del Himno Nacional, según podía aprenderse desde entonces en
algunos diccionarios recientes. Fermina Daza llegó al altar mayor de la catedral del brazo
de su padre, a quien el traje de etiqueta le infundió por un día un aire equívoco de
respetabilidad. Se casó para siempre frente al altar mayor de la catedral en una misa
concelebrada por tres obispos, a las once de la mañana del viernes de gloria de la
Santísima Trinidad, y sin un pensamiento de caridad para Florentino Ariza, que a esa
hora deliraba de fiebre, muriéndose por ella, en la intemperie de un buque que no había
de llevarlo al olvido. Durante la ceremonia, y después en la fiesta, mantuvo una sonrisa
que parecía fijada con albayalde, un gesto sin alma que algunos interpretaron como la
Gabriel García Márquez 87
El amor en los tiempos del cólera