Page 84 - Amor en tiempor de Colera
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puerto de  los vapores  fluviales, a nueve leguas de la  bahía,  antes de  que  dragaran y
                    pusieran en servicio el antiguo paso español. Los pasajeros tendrían que esperar hasta
                    las seis  de la mañana para  abordar la flotilla de chalupas de alquiler que habían de
                    llevarlos hasta su destino final. Pero Florentino Ariza estaba tan ansioso que se fue desde
                    mucho antes en la chalupa del correo, cuyos empleados lo reconocían como uno de los
                    suyos. Antes de abandonar el buque cedió  a la tentación de un  acto simbólico: tiró  al
                    agua el petate,  y lo  siguió con  la  mirada  por entre las  antorchas de los pescadores
                    invisibles, hasta que salió de la laguna y desapareció en el océano. Estaba seguro de que
                    no iba a necesitarlo  en  el resto  de  sus  días. Nunca más,  porque nunca más  había  de
                    abandonar la ciudad de Fermina Daza.
                          La bahía era un remanso al amanecer. Por encima de la bruma flotante, Florentino
                    Ariza vio la cúpula de la catedral dorada por las primeras luces, vio los palomares en las
                    azoteas, y  orientándose  por  ellos  localizó el  balcón  del palacio del  Marqués  de
                    Casalduero, donde suponía que la mujer de  su desventura dormitaba todavía apoyada
                    sobre el hombro del esposo saciado. Esa suposición lo desgarró, pero no hizo nada por
                    reprimirla, sino todo lo contrario: se complació en el dolor. El sol empezaba a calentar
                    cuando la  chalupa del correo  se abrió paso  por entre el laberinto  de veleros anclados,
                    donde  los  olores  innumerables del  mercado público, revueltos con  la podredumbre del
                    fondo, se confundían en una sola pestilencia. La goleta de Riohacha acababa de llegar, y
                    las cuadrillas de estibadores con el agua a la cintura recibían a los pasajeros en la borda
                    y los llevaban cargados hasta la orilla. Florentino Ariza fue el primero en saltar a tierra
                    desde la chalupa del correo, y desde entonces no sintió más la fetidez de la bahía sino el
                    olor personal de Fermina Daza en el ámbito de la ciudad. Todo olía a ella.

                          No  volvió  a la  oficina del telégrafo.  Su preocupación  única parecían ser los
                    folletines  de amor y los volúmenes  de  la Biblioteca Popular  que su  madre seguía
                    comprándole, y que él leía y volvía a leer tumbado en una hamaca hasta aprenderlos de
                    memoria. No  preguntó  siquiera  dónde estaba el  violín.  Reanudó los  contactos con  sus
                    amigos más cercanos, y a veces jugaban al billar o conversaban en los cafés al aire libre
                    bajo los arcos de la Plaza de la Catedral, pero no volvió a los bailes de los sábados: no
                    podía concebirlos sin ella.
                          La misma mañana en que regresó del viaje inconcluso se enteró de que Fermina
                    Daza estaba pasando la luna de miel en Europa, y su corazón aturdido dio por hecho que
                    se quedaría a  vivir  allá, si  no para siempre,  sí  por muchos  años. Esta certidumbre le
                    infundió las primeras esperanzas de olvido. Pensaba en Rosalba, cuyo recuerdo se hacía
                    más  ardiente  a medida que se apaciguaban los  otros. Fue por  esa época que  se dejó
                    crecer el bigote de punteras engomadas que no había de quitarse en el resto de su vida,
                    y le cambió el modo de ser, y la idea de la sustitución del amor lo metió por caminos
                    imprevistos. El olor de Fermina  Daza se fue haciendo poco  a poco menos frecuente  e
                    intenso, y por último sólo quedó en las gardenias blancas.
                          Andaba al garete, sin saber por dónde continuar la vida, una noche de guerra en
                    que la célebre viuda de Nazaret se refugió aterrada en su casa, porque la suya había sido
                    destruida  por un cañonazo,  durante el sitio  del general rebelde  Ricardo  Gaitán Obeso.
                    Fue Tránsito Ariza la que agarró la ocasión al vuelo y mandó a la viuda para el dormitorio
                    del hijo, con el pretexto de que  en  el suyo no había lugar,  pero  en realidad con la
                    esperanza de  que otro  amor  lo curara  del que no lo  dejaba  vivir. Florentino Ariza  no
                    había vuelto a hacer el amor desde que fue desvirginizado por Rosalba en el camarote
                    del buque, y le pareció natural, en una noche de emergencia, que la viuda durmiera en la
                    cama y él en la hamaca. Pero ya ella había decidido por él. Sentada en el borde de la
                    cama donde Florentino Ariza estaba acostado sin saber qué hacer, empezó a hablarle de
                    su  dolor inconsolable por  el  marido muerto  tres años  antes, y mientras  tanto iba
                    quitándose de encima y arrojando por los aires los crespones de la viudez, hasta que no
                    le  quedó  puesto  ni el  anillo de  bodas. Se  quitó  la blusa de  tafetán con  bordados  de
                    mostacilla, y la arrojó a través del cuarto en  la poltrona del rincón,  tiró el corpiño por
                    encima del hombro hasta el otro lado de la cama, se quitó de un solo tirón la falda talar
                    con el pollerín de volantes, la faja de raso del liguero y las fúnebres medias de seda, y lo

                     84  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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