Page 69 - Amor en tiempor de Colera
P. 69

afrentas de esa tarde. Lorenzo Daza,  ya casi borracho, no parecía notar su falta de
                    atención, pues se  bastaba de  sí mismo  con su  verba  indomable. Hablaba  a galope
                    tendido, masticando la  flor  del  tabaco  apagado, tosiendo a gritos,  esgarrando,
                    acomodándose a duras penas en la poltrona giratoria cuyos resortes soltaban lamentos
                    de animal en celo. Se había bebido tres copas por cada una de su invitado, y sólo hizo
                    una pausa cuando  se dio  cuenta de  que ya no se  veían  el  uno  al otro  y se  levantó a
                    encender la lámpara. El doctor Juvenal Urbino lo miró de frente con la nueva luz, vio que
                    tenía  un ojo torcido como el de un pescado y que sus palabras  no correspondían  al
                    movimiento de los labios, y pensó que eran alucinaciones suyas por abusar del alcohol.
                    Entonces se levantó con la sensación fascinante de que estaba dentro de un cuerpo que
                    no era el suyo, sino el de alguien que seguía sentado en el asiento donde él estaba, y
                    tuvo que hacer un grande esfuerzo para no perder la razón.
                          Eran más de las siete cuando salió de la oficina precedido por Lorenzo Daza. Había
                    luna llena. El patio idealizado por el anís flotaba en el fondo de un acuario, y las jaulas
                    cubiertas con trapos parecían fantasmas dormidos bajo el olor caliente de los azahares
                    nuevos. La ventana del costurero estaba abierta, y había una lámpara encendida en la
                    mesa de labor, y los cuadros sin terminar estaban en los atriles como en una exposición.
                    “Dónde estás que no estás”, dijo el doctor Urbino al pasar, pero Fermina Daza no lo oyó,
                    no podía oírlo, porque estaba llorando de rabia en el dormitorio, tirada bocabajo en la
                    cama y  esperando a  su  padre  para  cobrarle la humillación de esa tarde.  El médico  no
                    renunciaba a la ilusión de despedirse de ella, pero Lorenzo
                          Daza  no  lo  propuso. Añoró  la inocencia de  su  pulso,  su lengua  de gata, sus
                    amígdalas tiernas, pero lo desalentó la idea de que ella no quería verlo jamás ni había de
                    permitir que él lo intentara.
                          Cuando Lorenzo Daza entró en el zaguán, los cuervos despiertos bajo las sábanas
                    lanzaron un chillido fúnebre. “Te sacarán los ojos”, dijo el médico en voz alta, pensando
                    en ella, y Lorenzo Daza se volvió para preguntarle qué había dicho.
                          -No - fui yo -dijo él-. Fue el anís.
                          Lorenzo Daza lo acompañó hasta el coche tratando de que recibiera el peso oro de
                    la segunda visita, pero él no lo aceptó. Dio instrucciones correctas al cochero para que lo
                    llevara a casa de los dos enfermos que le faltaba por ver, y subió en el coche sin ayuda.
                    Pero empezó a sentirse mal con los saltos en las calles empedradas, así que le ordenó al
                    cochero cambiar  de rumbo. Se  miró por  un instante  en  el espejo del coche y  vio  que
                    también  su imagen seguía pensando en Fermina Daza. Se  encogió de hombros. Por
                    último soltó un eructo arenoso, inclinó la cabeza contra el pecho y se quedó dormido, y
                    en el sueño  empezó  a oír las campanas del  duelo.  Oyó  primero  las  de  la catedral, y
                    después las de todas las iglesias, una tras otra~ hasta los tiestos rotos de San Julián el
                    Hospitalario.
                          -Mierda -murmuró dormido-, se murieron los muertos.
                          Su madre y sus hermanas estaban cenando café con leche y almojábanas en la
                    mesa de ceremonias del comedor grande, cuando lo vieron aparecer en la puerta con el
                    rostro transido y todo él deshonrado por el perfume de putas de los cuervos. La campana
                    mayor de la catedral contigua resonaba en el estanque inmenso de la casa. Su madre le
                    preguntó alarmada dónde se había metido, pues lo habían buscado por todas partes para
                    que atendiera al general Ignacio María, último nieto del Marqués de jaraíz de la Vera, que
                    había sido demolido esa tarde por una congestión cerebral: era por él por quien doblaban
                    las campanas. El doctor Juvenal Urbino escuchó a su madre sin oírla, agarrado del marco
                    de la puerta, y después dio media vuelta tratando de llegar a su dormitorio, pero se fue
                    de bruces en una explosión de vómitos de anís estrellado.
                          -María Santísima -gritó su madre---. Algo muy raro debe haber sucedido para que
                    te presentes a tu casa en ese estado.
                          Lo más raro, sin embargo, no había sucedido todavía. Aprovechando la visita del
                    conocido pianista Romeo Lussich, quien tocó un ciclo de sonatas de Mozart tan pronto
                                                                              Gabriel García Márquez  69
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
   64   65   66   67   68   69   70   71   72   73   74