Page 135 - Amor en tiempor de Colera
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la escuela de enfrente, pues los niños cantaban sus lecciones mirando hacia la calle por
                    las ventanas, y lo que veían mejor era la casa de la acera opuesta, con las puertas y las
                    ventanas de par en par desde las seis de la mañana, y veían a la señorita Lynch colgando
                    la jaula en el alero para que el turpial aprendiera las lecciones cantadas, la veían con un
                    turbante de colores cantándolas ella también con su brillante voz caribe mientras hacía
                    los oficios de la casa, y la veían después sentada en el porche cantando sola en inglés los
                    salmos de la tarde.
                          Tenían que escoger  una  hora  en  que no estuvieran los  niños,  y sólo  había  dos
                    posibilidades: en  la pausa  del  almuerzo, entre  las  doce y las dos,  que era cuando
                    también el doctor almorzaba, o al final de la tarde, cuando los niños se iban a sus casas.
                    Esta última fue siempre la mejor hora, pero ya para entonces el doctor había terminado
                    sus  visitas  y disponía de pocos minutos  para llegar  a comer  en familia.  El  tercer
                    problema,  y  el  más grave para él, era  su propia condición.  No le  era posible  ir sin el
                    coche, que era muy conocido y debía estar siempre en la puerta. Hubiera podido hacer
                    cómplice al cochero, como casi todos sus amigos del Club Social, pero eso estaba fuera
                    del  alcance de  sus  costumbres.  Tanto,  que cuando las visitas  a la  señorita Lynch se
                    hicieron demasiado  evidentes, el propio cochero familiar de librea se atrevió a
                    preguntarle si no sería  mejor que volviera  a buscarlo más tarde para que el coche no
                    estuviera tanto tiempo estacionado  en  la  puerta.  El doctor Urbino, en una reacción
                    extraña a su modo de ser, lo cortó de un tajo:
                          -Desde que te conozco es la primera vez que te oigo decir algo que no debías -le
                    dijo-. Pues bien: lo doy por no dicho.
                          No había solución. En una ciudad como ésta era imposible ocultar una enfermedad
                    mientras el coche del médico estuviera en la puerta. A veces el propio médico tomaba la
                    iniciativa de ir a pie, si la distancia lo permitía, o iba en un coche de alquiler, para evitar
                    suposiciones  malignas  o prematuras. Sin embargo, semejantes  engaños no servían de
                    mucho, pues las recetas que se ordenaban  en las farmacias permitían descifrar la
                    verdad,  a tal punto  que el doctor  Urbino  prescribía  medicinas  falsas junto con las
                    correctas, para preservar el derecho sagrado de los enfermos a morirse en paz con el
                    secreto de sus enfermedades. También podía justificar de  diversos modos honestos  la
                    presencia de su coche frente a la casa de la señorita Lynch, pero no habría podido ser
                    por mucho tiempo, y menos por tanto como él hubiera deseado: toda la vida.
                          El mundo se le volvió un infierno. Pues una vez saciada la  locura inicial, ambos
                    tomaron conciencia de los riesgos, y el doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión
                    de afrontar el escándalo. En los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que
                    todo pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban
                    las ansias de estar con ella aumentaba también el temor de perderla, de modo que los
                    encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No pensaba en otra cosa.
                    Esperaba  las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban los otros
                    compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a-medida que el coche se acercaba a
                    la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconveniente de última hora lo
                    obligara a pasar de largo. Iba en tal estado de angustia, que a veces se alegraba de ver
                    desde la esquina la cabeza algodonada del reverendo Lynch leyendo en la terraza, y a la
                    hija en la sala, catequizando a los niños del barrio con los Evangelios cantados. Entonces
                    se iba feliz a su casa para  no  seguir desafiando  al azar, pero después se  sentía
                    enloquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde de todos
                    los días.
                          De  modo  que  los amores  se volvieron imposibles  cuando el coche  se hizo
                    demasiado  notorio en la puerta, y al cabo de tres meses ya no fueron nada  más que
                    ridículos. Sin tiempo para decirse nada, la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan
                    pronto como veía entrar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse
                    una falda  ancha los  días en  que  lo esperaba, una preciosa  pollera  de Jamaica  con
                    volantes de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la facilidad
                    iba a ayudarlo  contra el miedo. Pero él malgastaba  todo  cuanto ella hacía  por  hacerlo
                    feliz.  La  seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de sudor, y  entraba  en
                                                                              Gabriel García Márquez  135
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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